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Tribuna
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Gobernar ya no es lo que era

Los calendarios electorales en no pocas ocasiones impiden políticas a largo plazo

Las crisis se suceden con efecto de cascada, desde la gestión del Estado de bienestar, las metástasis de la corrupción, el analfabetismo funcional, la gobernanza del mundo o la capacidad simbólica de la cultura. La aceleración tecnológica de los impactos sociales lleva a un estado de cosas en el que gobernar ya no es lo que era cuando los Estados tenían obligaciones muy limitadas y las soberanías no se compartían, ni la globalización había roto aguas. Aunque leer libros no era un hábito masivo, no se había llegado al extremo de considerarlo una anomalía mental, lo mismo que mantener las pautas formales que desde hacía mucho tiempo permitían que la vida cotidiana fuese estable y no líquida.

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Gobernar no es lo mismo desde el momento en que Twitter puede tener más alcance que cualquier discurso político por sustancioso que sea. Los grandes comentaristas de la política han ido ingresando en pabellones geriátricos, sustituidos por un enjambre de activistas de Twitter que reducen a 140 caracteres aquel cosmos de pulsaciones que había sido la estructura sintáctica del Leviatán. Entramos en alguna forma de desgobierno cuando no se cambia lo que hay que cambiar y se experimenta con lo que está bien como está.

Las disfunciones de macro-gobierno y los errores de micro-gestión, si sumamos populismos y fatiga social, contribuyen al desprestigio de la política como acción de gobierno. En plena tensión entre el volumen paquidérmico del Estado de bienestar y su capacidad de redimensionarse, la idea de importar el sistema de gobierno de los mandarines a semejanza de Singapur puede ser útil e incluso tentadora. Pero a la larga daría un híbrido indefinible, sin sentido. Y ¿por qué no intentar el gran lifting de la economía social de mercado en lugar de cederle el podio a Confucio? No es indefectible que la eficacia y la competitividad tengan que incrementar a costa de las libertades. Al contrario: sabemos que los calendarios electorales en no pocas ocasiones impiden las políticas a largo plazo, pero ese es un precio que hay que asumir. Además, una reconstitución de la idea de gobernar es factible. Aunque esté en horas bajas, no vayamos a menospreciar el know how democrático de Europa para sustituirlo por el espejismo de las altas torres de Dubái. En fin, para casta, la china, a pesar de su capacidad estratégica a largo plazo.

Los errores de gestión, los  populismos y la fatiga social contribuyen al desprestigio de la política

Aunque el deber de transparencia se ve desbordado por las ciberfiltraciones en otro sentido, la falta de transparencia del milagro asiático no es una ventaja frente a la pugna occidental por un Estado de derecho con claridad institucional cuya fórmula —a veces a regañadientes— es la de luz y taquígrafos de Antonio Maura, el estadista íntegro. En 1976, el presidente Suárez explicaba a la sociedad española el significado de la transición democrática en sus inicios: “Se nos pide que cambiemos las cañerías del agua, teniendo que dar agua todos los días; se nos pide que cambiemos los conductos de la luz, el tendido eléctrico, dando luz todos los días; se nos pide que cambiemos el techo, las paredes, las ventanas del edificio, pero sin que el viento, la nieve o el frío perjudiquen a los habitantes de este edificio; pero también se nos pide a todos que ni siquiera el polvo que levantan las obras de este edificio nos manche, y se nos pide también, en buena parte, que las inquietudes que causa esta construcción no produzcan tensiones”. La palabra en su más noble sentido estaba allí para explicar a los ciudadanos el símil de una España que, en medio de una crisis económica muy dura, recuperaba su soberanía democrática. Y el caso es que todo aquello se convirtió en realidad aunque ahora sea políticamente incorrecto sostenerlo.

Hoy, superados los gravámenes de la ideología, caer en la depreciación de los valores de la política nos sitúa en una zona de ambigüedad que, por superficial que sea, acaba erosionando. No quedaría una legitimación de la pasión política sino un montón de máscaras ajadas. La relativización de la acción de gobernar, como también la de oponerse al Gobierno o la de escribir críticamente sobre lo que hace o no hace el Gobierno, trunca la ya de por sí mínima ilación discursiva que es imprescindible para la vida política. Son tan irresponsables la superficialidad como el fatalismo. Gobernar ya no es lo que era entre otras cosas porque no podemos disimular más que dar solución a un problema significa tener otros problemas.

Valentí Puig es escritor.

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