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Tribuna
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El catalanismo político y la ley de Leibniz

La defensa de la idea independentista ha dejado de ser común en el último lustro

Durante más de 100 años el catalanismo político ha sido un proyecto incluyente, un proyecto que pretendía abrazar todo el espectro político en Cataluña: desde los sectores más conservadores en la derecha, anclados en las tradiciones como las que condujeron a las Bases de Manresa en 1892, hasta los más liberales y progresistas en la izquierda, con Valentí Almirall impulsando los dos Congressos catalanistas de 1880 y 1883. A comienzos del siglo XX la obra de la Mancomunitat estuvo impulsada fundamentalmente por los sectores conservadores de la Lliga; en la época de la Segunda República el protagonismo mayor fue para los líderes de Esquerra Republicana.

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Después de la dictadura franquista, en el periodo democrático que va desde la Transición hasta 2010, el protagonismo ha estado más repartido: mayoría clara de Gobiernos de centroderecha en la Generalitat, compatible con una fuerte presencia de las izquierdas en la política municipal y, también, una presencia en los Gobiernos de izquierda en Madrid. Se trató de un proyecto intrínsecamente plural, en el cual convivían regionalistas, autonomistas, federalistas e independentistas. El espacio fue siempre un espacio común y, como decía al comienzo, incluyente. Este es un síntoma de madurez democrática, el catalanismo político fue la casa común de todos los demócratas en Cataluña.

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En los últimos cinco años este espacio tiende a desvanecerse. Tres fuerzas políticas, Convergència Democràtica, Esquerra Republicana y las CUP, han decidido defender el independentismo como la única solución política deseable para los catalanes. Obviamente, se trata de una opción legítima en la medida en que las tres fuerzas han defendido esa opción siempre con instrumentos democráticos. Sin embargo, lamentablemente esta decisión acaba con el carácter inclusivo que caracterizó al catalanismo político; ahora este espacio aparece claramente escindido, dividido entre aquellos que comparten esta visión (también los hay en otras formaciones políticas, como es sabido, y algunos incluso las han abandonado por esta razón) y aquellos que, también legítimamente, no la comparten.

La división del espacio catalanista no tiene remedio a corto plazo

Entre los que no la comparten hay algunos que la rechazan de plano porque prefieren que los catalanes sigamos formando parte de la comunidad política española, pero hay también otros que no la comparten porque no la ven accesible, no ven que se den ninguna de las dos condiciones que parecen necesarias para llevar un proceso de secesión a buen puerto, aparte de la voluntad claramente expresada por la mayoría clara de los catalanes (que tampoco es, según dicen las encuestas, para nada obvia): en primer lugar, una esperanza de pronta negociación con el Gobierno de España y, en segundo lugar, una disposición en algunos de los Estados más importantes en el mundo de reconocer dicho proceso.

La división del espacio catalanista creo que, a corto plazo, no tiene remedio. Una vez tomada esta vía las posiciones devienen irreconciliables. No obstante, creo que sería exigible del Gobierno actual de la Generalitat, y de su presidente, que recuperaran el espacio común al menos en una cosa: en la generación de un debate abierto, plural, incluyente de todas las posiciones, recuperando así el espíritu del catalanismo político. El Gobierno es de un color político, como es natural, pero es el Gobierno de todos y, por dicha razón, está obligado a generar este diálogo y a ampararlo.

Desafortunadamente, mucho del comportamiento de los medios de comunicación públicos de la Generalitat tampoco caminan en esta dirección, creo que el Gobierno y el president tienen el deber político de enderezar esta situación, de procurar que los medios públicos asuman este cometido para proveernos de una deliberación democrática de calidad. Es en los asuntos de esta naturaleza que más lo precisamos. Fuimos capaces de generar un debate plural y amplio antes de que el Parlament tomara la decisión de acabar con las corridas de toros en Cataluña, ¿no deberíamos amparar un debate, al menos de la misma amplitud y pluralidad, antes de decidir si deseamos o no separarnos de España?

El Gobierno y el President tienen el deber de procurar que los medios públicos asuman un debate democrático de calidad

Estos son, según creo, los males internos que el fin del catalanismo político ha traído consigo. Pero hay también males externos, aunque estos ya no son debidos solamente a la actuación de algunas fuerzas políticas catalanas, sino que van acompañados de la acción política de otros. Me refiero a la suerte que le espera a la lengua y a la cultura catalanas en los territorios de fuera del Principat, la cultura centenaria de las tierras valencianas y de las islas Baleares, y de una pequeña parte de Aragón (pensemos en la situación de la lengua y la cultura catalanas en el sur de Francia). Otra de las virtudes del catalanismo político era la de abrazar a tantas personas de estos lugares que, de este modo, se sentían incluidas también. Algo de esto creo que quiso decir el cantante Raimon cuando hace unos meses hizo unas declaraciones mostrando sus dudas hacia el proyecto secesionista. La primera reacción ha sido la del legislativo valenciano aprobando una esperpéntica ley acerca de sus señas de identidad, en donde protegen, y desamparan a los que se opongan, cosas como los toros, las fallas o la lengua valenciana, como distinta de la catalana.

Se trata de una enorme estupidez. Yo mismo soy de Tortosa, en el sur de Cataluña, y desafío a los votantes de esta ley a que reúnan a cuatro personas, por ejemplo un hablante autóctono de Tortosa, otro de Vinaròs, otro de Morella y otro de Vall-de-Roures (el primero catalán, los dos siguientes valencianos y el último aragonés) y sepan distinguir en qué lengua hablan. No podrán porque hablan igual. No se trata únicamente de un atentado contra todos los conocimientos de lingüística y contra todos los pronunciamientos de los académicos más relevantes de todo el mundo, se trata también de una negación de una de las leyes filosóficas más pacíficamente aceptadas. Me refiero a la ley de Leibniz, el gran filósofo alemán del que el año próximo celebraremos el tricentenario de su muerte. Esta ley dice que si un objeto A tiene las mismas propiedades que otro objeto B, entonces A y B son idénticos, se trata del mismo objeto. Por eso se conoce también como el principio de identidad de los indiscernibles. Dado que no podemos discernir el habla de un morellano de la de un tortosino, entonces se trata sin duda ninguna de la misma lengua.

Ahora bien, por esta misma razón a algunos se nos haría extraño pasar a formar parte de un Estado distinto del de nuestros amigos, desde la infancia, de Vinaròs, Morella y Vall-de-Roures. Otro elemento que debería ser integrado en la deliberación plural, abierta y continuada que ya no podemos rehuir y que deberíamos comenzar sin más demora.

José Juan Moreso es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona

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