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DON DE GENTE
Columna
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Malos de película

En el caso del copiloto asesino se habló de depresión, como si fuera un mal que condujera al asesinato en masa

Elvira Lindo

Quisiéramos que los asesinos estuvieran perturbados, que padecieran algún tipo de trastorno que les empujara a cometer crímenes sin que la voluntad mediara. Quisiéramos que la crueldad proviniera de un descontrol químico y pudiéramos prevenir con psicofármacos la tendencia patológica al mal. Quisiéramos que la maldad no existiera como tal, sino que fuera como el efecto adverso de una tara mental. Hablo en plural, porque sé que comparto ese deseo desesperado con lectores que, ante los sucesos sangrientos, imploran una explicación que evite pensar que hay seres humanos carentes de compasión y dispuestos a hacer daño. Porque sí. En el caso del copiloto asesino se habló primero de depresión, como si fuera un padecimiento que condujera al asesinato en masa. Muchos de los que la han padecido en algún momento de su vida o aquellos que hoy la sufren se preguntaban por qué la actualidad fuerza a realizar un diagnóstico tan superficial que llevaría a pensar a quienes no han tenido relación alguna con la enfermedad mental que una persona que atraviesa por ese calvario puede en algún momento descontrolarse y sentir algún alivio matando a 150 personas. Ridículo. Habría que estudiar las cifras de deprimidos que hay entre el profesorado español, o entre los parados, o entre el personal sanitario. Se podría afirmar que todo aquel que vive prestando a diario su energía a los demás es víctima en algún momento de una quiebra del ánimo. Quisiéramos que en el asesino o asesinos de la niña Asunta hubiera un componente de trastorno psiquiátrico que sirviera de justificación y eximente. Quisiéramos que José Bretón, el padre de los niños Ruth y José, pasara sus días confinado en un psiquiátrico, por entender que su crimen obedeció a la orden de una mente incontrolable que el tipo era incapaz de eludir. Pero no. Aunque es posible, desde luego, que todos ellos padecieran frustraciones, complejos de inferioridad disfrazados de arrogancia, desprecio al dolor ajeno, impotencia por saberse abandonados o por no dar la talla y sensación de que la vida no les ha concedido lo que merecen, eso no justifica nada, no es una enfermedad. Eso es algo con lo que lidiamos todos en mayor o menor medida.

En cuanto al castigo, el sistema de justicia americano duda menos que nosotros. El que la hace la paga

En estos días se celebra en Boston el juicio contra uno de los hermanos Tsarnaev, los Hermanos Chechenos, como quedaron para siempre bautizados, que atentaron contra el público y corredores del maratón de Boston hace dos años ahora, provocando la muerte de tres personas, entre ellas un niño de ocho años, y malhiriendo a más de doscientas. El mayor de los hermanos murió durante la espectacular persecución que pudimos seguir como si se tratara de una película de serie B por la televisión; el otro, Dzhokhar, resultó malherido, no se llega a saber muy bien hasta qué punto su cabeza quedó tocada, pero ahora asiste impertérrito a la sentencia que ha de condenarlo a muerte o a cadena perpetua. Su culpabilidad está probada, sólo la compasión del jurado hacia el muchacho, por el hecho de ser este muy joven y por decirse influido por un hermano mayor que fue fanatizándose en una mezcla de islamismo e independentismo checheno, puede salvarle el pellejo. ¿De qué manera hemos de castigarlo?, se está ahora preguntando el jurado, ¿debe morir o vivir como si estuviera muerto? No cabe duda de que, en cuanto al castigo, el sistema de justicia americano y los propios ciudadanos dudan menos que nosotros. El que la hace, la paga. Pero aun así, los buenos periodistas, como es su obligación, han relatado la historia de tan extraños hermanos para que el lector reflexione sobre la razón social o psicológica que les pudo conducir a planear un crimen masivo. Hay algo en la familia Tsarnaev, su falta de integración real, su extrañamiento diario, su mala suerte, que desvió a los hermanos chechenos del buen camino y les hizo tomar el atajo del resentimiento y de una frustración común entre quienes se sienten condenados a la extranjería. ¿Esto les exime de algún porcentaje de responsabilidad? En absoluto, pero es duro pensar que no hay manera de redimir o reinsertar a una persona que cometió un crimen o provocó terror cuando tenía 19 años. Para algunos ciudadanos, una vez que se descarta cualquier problema psicológico, la única salida para un criminal es que se pudra en la cárcel de por vida. Así es en Estados Unidos, donde las prisiones están llenas de viejos tan achacosos o más que los viejos que viven en libertad, y morirán sin la posibilidad de demostrar que uno se puede curar moralmente.

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Estos días leía las palabras de una amiga psiquiatra, Aurea Lamela, que compartía el siguiente pensamiento con sus allegados: “Tanto los asesinos en serie como los asesinos de masas no suelen ser perturbados mentales; se sienten abrumados por una profunda sensación de exclusión y frustración, convencidos de que, por muchas ambiciones que alimenten (y suelen ser muy ambiciosos) y por muchos méritos que hagan, no podrán alcanzar el lugar en la sociedad que ellos creen merecer o que sienten que van a perder”.

No sé si los periodistas hacemos bien tratando de escarbar en la vida de quienes provocan un daño que excede nuestro entendimiento, pero para qué estamos nosotros aquí sino para formular preguntas en voz alta. 

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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