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Columna
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Uni

Nos dejó sin haber terminado Las lanzas. Ya era libre

Jorge M. Reverte

La muerte de Uni no ha saltado a la primera página de los periódicos por una circunstancia obvia: no era nadie fuera de los círculos familiares, donde —me consta— se le quería mucho, y no protagonizó ninguna hazaña que reventara su comunidad de vecinos o su barrio.

Pero Uni era alguien con su importancia. Nació de dos anarquistas de pocas letras y mucha voluntad en 1937. Le bautizaron Universal Durruti, en una inequívoca muestra de militancia libertaria y de homenaje al héroe leonés muerto en Madrid frente al Hospital Clínico.

En 1939, cuando tenía dos años, Uni experimentó en sus carnes la primera dentellada de la represión franquista. Su padre, Roquito el bien hecho, y su madre, Lola, cedieron como era lógico a la imposición salvaje de la Iglesia y el dictador, y le cambiaron el nombre por el de Carlos, bastante más civilizado para el momento.

La vida de Uni transcurrió sin grandes sobresaltos, salvo algún asalto del hambre y la escasez durante el franquismo. Excepto por una razón: tuvo que convivir con un nombre clandestino en casa (Uni) y otro en el exterior (Carlos). Hasta la muerte del dictador, que supuso su resurrección civil como Universal Durruti.

No hizo nada más que fuera socialmente destacado. Formó una familia, se aficionó a la pintura, y en ella creyó encontrar una razón importante para su vida. Todo el anarquismo que anidaba en su corazón lo volcó en esa disciplina. Pintaba lo que le daba la gana. Si un río tenía que ascender una colina, desafiando la gravedad, pues la ascendía. El cuadro era suyo. Más allá de sus licencias creativas, Uni copiaba a los grandes maestros, y se hizo con una lista de encargos que ya era grande cuando murió.

Nos dejó sin haber terminado Las lanzas. Ya era libre.

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