Novísimos africanos
Autor invitado: Carlos A. Domínguez (FCAT)
No son una generación, ni un movimiento. Quizá no sean nada. Quizá sólo un deseo.
Punk. Personal. En (Cosas del caminante sin meta), segundo largometraje del ruandés Kivu Ruhorahoza, todo pasa no ya fuera de campo, sino dentro del personaje, o quizá en un espacio entre la mente del director y la del espectador, que cree que mira una película, cuando en realidad mira algo más o, al menos, ve otra cosa. Es diferente a lo que esperamos. Es rompedor, punki. Cada plano –el director ha sido también el director de fotografía y cámara- es una composición única, que construye pared a pared un laberinto al que somos arrojados sin piedad, ojos vendados y todo. Y de vez en cuando, ¡Zas! Un mazazo hace añicos una de esas paredes y la película nos asoma bruscamente a otro plano de la (ir)realidad.
La música, que acompaña cada segundo del filme (electrónica experimental), se instala en nuestro cerebro y parece querer envolver un país entero en suspicacia. Son ondas cerebrales que se destilan desde la inquietante selva, a veces recuerda una cacofonía de muertos sin enterrar, por mucho que la hierba que crece ahora sobre ellos le llegue al caminante hasta el pecho. Un machete abandonado. Kivu Ruhorahoza es de Ruanda, pero bien podría ser de Marte. O de Wisconsin. O de Gijón. En cualquier caso, seguramente es de más de un sitio y en todos esos sitios hay cine. O quizá sólo lo haya en su cabeza. Pero tiene cabeza para mucho cine. Un cine que se antoja inventado por él y para él. Se acaba de mudar al barrio de Harlem, en Nueva York, desde donde confiesa "soy incorregible, ya he comenzado a rodar mi siguiente película".
He visto esta película como se ven ahora las películas. El director manda un link y una contraseña y entras en una web y la ves. Normalmente no me toca, pero esta vez la programadora de mi festival ha tenido la necesidad de compartirla. Creo que es así como hay que ver esta película. No me refiero a la pantalla de un ordenador -aunque la mía es decente- sino con una contraseña. Verla bajo la responsabilidad de cada uno, aceptando unas condiciones que pasan por la incertidumbre, por la ansiedad, por dejarte hurgar en el cerebro y en los ojos y en las entrañas, por obligarte a dejar de intentar entender. No hay nada que entender, hay que verlo todo y no dormir y no hacerte preguntas, porque las respuestas no están, ni se las espera.
Y sin embargo ahí está. Ahí está toda Ruanda, ahí está todo el director y ahí estamos todos, con nuestra comprensión atascada y nuestro desasosiego. La chica, el chico, el blanco, el estado policial, esa hierba alta, esa selva amenazante, esa costra de culpa que flota, que se oye. Esos rótulos que te golpean y esas transiciones que tiran abajo lo que se llevaba construido. Things of the aimless wanderer, Cosas del caminante sin meta. Cine.
Y el año pasado o el anterior, que con estas películas ya no sabe uno, de lo que tardan en parirse. La de Newton Aduaka. Otra película africana que escacharra todos los tópicos que tenemos en la cabeza, especialmente los buenos. No hay justicia, ni herencia, ni país. Sólo vida. El actor. El cómico a la deriva, de mujer en mujer, intentando subir sin escalera, intentando ser él y logrando sólo ser mal esposo, mal amante, mal padre, mal cómico. En París, que también es África o también podría ser Marte.
Aquí Newton Aduaka ya dejó atrás toda valentía para convertirse en héroe. Ya no cuenta una historia, su cine la inventa en nuestra cabeza. Héroe digo porque está a ras de calle, en la piel que ya no huele bien, en los callejones mentales de la supervivencia, en un director que va para la cincuentena siendo el joven de la camada, el recién llegado. Pues bien, les ha dejado a todos con un palmo de narices. Lo que cuesta. Lo que cuesta. Lo que cuesta saber en el lío que se mete uno. Hacer la única película que eres capaz de hacer y saber que te van a llover palos por todos lados, saber que, sin besarle la mano a nadie, estás abocado a hacer historia, a que alguien escriba algo o a alguien le cambie algo dentro cada vez que se vea tu película, pero que esos videntes serán pocos y espaciados en el tiempo y en el espacio y, sin embargo, allá va.
El papelito escrito con la última sangre, metido en una botella con un tapón podrido y abandonada a la marea, como esas imágenes que lleva una sonda que flota fuera ya del sistema solar y flota atascada en un viaje velocísimo a la nada. One Man Show. Un solo de actuación del gran actor camerunés Emil Abossolo-Mbo, a quien el festival de cine africano de Córdoba rinde homenaje este año con la proyección de algunas de sus mejores películas en un raro y muy merecido reconocimiento a los intérpretes africanos.
Abderrahmane Sissako, encarnación de la elegancia y la serenidad, maestro de "la arquitectura de lo imprevisible", el director a quien no le gusta estar en la sala después de la proyección de sus películas ni contestar a las preguntas del público, que dice él que necesitamos más tiempo para que el filme haga todos sus efectos, para que lo volvamos a ver con el corazón, o con las entrañas o allí donde nos haya tocado más a cada uno. Porque tocan. Tocan y erosionan, a veces dejando un tremendo abismo donde antes había una certeza tejida por aproximación, con lógica o por deducción.
Pero sus personajes, su mirada, su distancia, su compasión, su humor, su seducción, su tempo, son únicos porque no son inventados en el laboratorio del guión, sino capturados al vuelo de la realidad. Arte. Estoy deseando ver Timbuktu, que además otros podrán ver en cines en España. No es nuevo en esto este gran señor del cine, habitual del mundo, de Cannes, de Tarifa, de Córdoba, con quien mantener una conversación es embarcarse en un viaje ondulante como las dunas de su Mauritania natal, de rumbo tan certero como su mirada. Corrijo. Desde que empecé a escribir esto y lo abandoné han pasado semanas y en esas semanas me dio tiempo de ir al cine una vez y resulta que pude ir a ver Timbuktu, al cine –pagando mi entrada emocionado-, en versión original, en Sevilla. Y estos son muchos milagros seguidos. Desde entonces la película franco-mauritana (mejor, al revés mauritano-francesa) ha perdido un Oscar y ganado siete premios César de la Academia francesa.
Mahamat Saleh-Haroun es el gran antagonista, el encumbrado genio que tira piedras con intención de crear un oleaje, para descubrir que el estanque está vacío. Otro adelantado a su tiempo, sus películas son sacudidas ante las que solo cabe rendirse, emocional e inteligentemente; sus opiniones, expresadas desde la más alta atalaya de la convicción moral y la inteligencia, quieren ser el faro del reagrupamiento. Amarrado su espeso bigote a un puro habano se posiciona y no duda en poner el dedo en la llaga. Qué gran genio y qué diferente personalidad a la del anterior, compañero en la larga travesía de la renovación de la estética de los cines de África, una "estética portadora de significado". Él nunca ha estado en Córdoba, ni en Tarifa. No hemos podido estar con él, pero sí con sus películas, personalísimas y muy chadianas, una rarísima oportunidad de sentir como siente un padre que se equivoca al competir con su hijo, con funestas consecuencias y nuevas aperturas, con un actor fetiche Youssouf Djaoro que encarna igual a un panadero, antiguo asesino de un régimen represor que enfrenta con increíble entereza la venganza del hijo de una de sus víctimas, o a un padre celoso de suhijo a quien manda al matadero de la guerra.
Alain Gomis nos sorprendía también con Tey (Hoy). Un día en la vida de un hombre. Pero, claro, no es un día cualquiera. Saul Williams interpreta un hombre que se levanta de la cama sabiendo que abre los ojos al último día de su vida. Y no sólo él lo sabe. También su familia, su barrio, la ciudad lo sabe. Dedica esas sus últimas horas a deambular por Dakar sin poder arreglar las cuentas que deja pendientes en la vida. Oliver Hermanus. Dos largometrajes excelentes y radicalmente distintos. El último, Skoonheid (Belleza) abre con una secuencia de una fiesta que condensa magníficamente toda la película. Un hombre rudo, granjero blanco sudafricano y padre de familia,m está fuera de su ambiente. Su mirada descubre un hombre joven y apuesto y le sigue como un pez que se ha tragado el anzuelo, como un cazador con la presa en la mira de su rifle, con la contradicción del deseo de lo prohibido. Sigue un retrato de la sordidez de la homosexualidad racista, amagada, escondida y vivida con brutalidad exterior. Balufu Bakupa Kanyinda hace películas alambicadas y con una profundidad semántica sorprendente. Le Damier –Papa national Oye (El Damero), es un mediometraje satírico sobre Mobutu. Obsesionado por el juego de damas, encarga a su guardia pretoriana que le busquen contrincantes entre el pueblo. Y el pueblo viene a palacio y aterrorizado comienza a perder una partida tras otra. Tengo hambre, dice el harapiento. Come. Necesito fumar marihuana, ser libre, para poder pensar. Fuma. Saciado y liberado el pueblo empieza a dar una soberana paliza al jefe. Las leyes del juego sustituyen a la realidad.
No son una generación, ni un movimiento. Quizá no sean nada. Quizá sólo un deseo, comenzaba este artículo. Posiblemente muchos no mantienen un diálogo o al menos no uno estructurado, aunque sí existen encuentros y conversaciones más o menos esporádicas, más o menos tensas, siempre provocadoras. Algunos tienen carácteres incompatibles, o que simplemente chocan. Todos saben de la necesidad, de crear un grupo, un movimiento capaz de presionar y romper barreras. Pero también todos temen a la doctrina, al dictado. Así que se conforman con hacer películas, las que pueden. En cualquier caso, estas películas de las que hablo han marcado profundamente a quien escribe y a todos los que han tenido la oportunidad de exponerse a ellas. Porque ver este cine es exponerse. Exponerse a una visión arriesgada, a un punto de vista y unas estéticas personales, a formas narrativas innovadoras. Exponerse a ser conmovido, a ser ocupado en nuestros espacios más interiores por la mirada del otro, por la voz del Otro, por la imagen del Otro.
Son películas que le gustarían a Isaki Lacuesta o a Lluis Miñarro. Pero no creo que las vean. Casi nadie las ve. A mí me parecen un milagro, un sueño, un ejemplo y nada recomendables. Es necesario que exista este cine, pero comprendo que no se extienda, porque ver estas películas es completar nuestro propio imaginario, comprender un poco más la irrealidad de lo real, ser más libre. Y parece que no es eso lo que queremos. Nos dejamos domesticar, nos convertimos en mascotas del amo, que además no duda en plantarnos de patitas en la calle o abandonarnos en una gasolinera cualquiera, de esas que pactan los precios. Les deberíamos pagar una pensión, dar premios, elogiarlos al menos. Hacerles saber que les estamos agradecidos por volverse locos por nosotros, por su insistente locura. Por creer en el cine y por revolucionar los cines de África, porque saben la responsabilidad que cargan y aún así entran a saco en sí mismos para tallar obras de cine y lanzarlas al espacio. Les podríamos al menos hacer el favor de ver sus películas. Hay un festival de estos cines en Córdoba. Este año es del 21 al 28 de marzo. Yo voy, que nunca se sabe si habrá más.
Aquí puedes descargarte la programación del Festival de Cine Africano de Córdoba 2015
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