Guerra y paz
La mayor tendencia es la de crearse una presencia pública torturada por la realidad sin tregua
La política es tan caprichosa que cada cierto tiempo se hace una la promesa de no pensar en ella. El politólogo Sánchez-Cuenca me ha reprendido en alguna ocasión por meterme donde no me llaman: la política, argumentando que es cosa de los que entienden, que son, obviamente, los que salen de la facultad de Políticas, una facultad en la que desde hace años se venía cociendo el futuro del mundo a fuego lento y nosotros, los indocumentados de fuera, estábamos ahí, ignorantes del estado de la cocción.
Ya quisiera yo hacerle caso al profesor Sánchez-Cuenca y traer a cuento aquí sólo las cosas que me hacen feliz. Qué se yo, el nuevo disco de Bob Dylan; las espléndidas memorias del poeta húngaro Faludy, que narra con humor el siglo XX desde sus peores escenarios, o hacerme eco en estas líneas de un trastorno psicológico al que han bautizado hace no mucho, la misofonia, un mal que padecemos aquellos que tenemos un oído selectivo que enloquece con el sonido que produce el que come palomitas o chicle, el que se sorbe los mocos o el que hace clic con el boli o crac con la mandíbula mientras come.
Cualquiera de estos asuntos daría para un artículo: las neurosis que comparto con tantos otros espíritus obsesivos, el amor por el Dylan viejo o la pasión por la vida de los poetas excéntricos que aún siendo protagonistas involuntarios del comunismo, el nazismo y otros ismos que jodieron la vida a tantos inocentes en el pasado siglo, saben contarlo con la ironía de los aventureros más que con la pesadumbre de las víctimas. Todo sería convertible en artículo, incluso asuntos aún más frívolos: la incomprensible tendencia de las reinas de la moda a no llevar medias en este puto invierno o esa nueva operación de cirugía estética que consiste en eliminar la grasilla del monte de Venus para que no sea monte sino pura pradera.
Podría hablar de esto y de mucho más, mi lado frívolo es infinito y lo cuido como a un niño de pecho en estos tiempos en los que la mayor tendencia, por encima de piernas desnudas o pubis liposuccionados, es la de crearse una presencia pública torturada por la realidad sin tregua ni descanso. 24/7, como dirían los americanos, de gravedad ideológica. Lo veo en cómicos, en actrices, en músicos. Entrevistas políticas de principio a fin sin dejar para el arte ni las raspas. Ni pizca de esa excentricidad ni locura que ha sido el sello de identidad de los artistas. Ay, seguro que ya hay alguien dispuesto a aclararme que todo arte es político y que en el fondo haría suyas las palabras de Lenin: "El arte pertenece a la gente. Debe ser entendido y amado por las masas. Debe unir y elevar sus sentimientos, pensamientos y voluntad. Debe agitarlos para activar y desarrollar los instintos artísticos dentro de ellos. ¿Deberíamos servir un pastel exquisito a una pequeña minoría mientras los masas de obreros y campesinos están necesitados de pan?"
En la vida del artista, como en la de cualquiera, cabe la conciencia cívica, pero también copas y risas
Qué momento este. Me atrevería a decir que, por sistema, sospecho de la sinceridad de quienes muestran o presumen de un compromiso sin respiro alguno. No me lo creo, porque en la vida del artista, como en la de cualquiera, cabe todo. Cabe la conciencia cívica, pero también las copas y las risas. Y las risas y las copas no son pecado, aunque vivamos en tiempos moralistas, ni nada que haya que esconder vergonzosamente. Otra cosa es que la situación política invada, con razón a veces, las conversaciones y que con más frecuencia que antes colonice también nuestras columnas, en las que aquellos que no somos analistas políticos debemos dar una de cal y otra de arena. Una de alegría y otra de aspereza para que no parezca que vivimos todos en un tormento continuo y en una permanente tertulia de la Sexta. Así que me permitirán profesores y catedráticos que, de vez en cuando, y sin abusar dedique estas líneas a mostrar mi estupefacción por lo errática que es la política. Aunque sólo sea por desobedecer aquel cartelillo franquista que se colgaba en los bares y advertía a la clientela de que en ese local estaba prohibido escupir y hablar de política.
Comenzaba esta columna hablando de que las alianzas y los juegos políticos son tan insospechados que le hacen sentirse a una descreída o idiota. Que son aquellos mismos líderes que piden fidelidad los que luego, a la primera de cambio, no la guardan. ¿Cómo van a pedir los socialistas que sus votantes sean fieles si andan ellos inmersos en pequeñas mezquindades? Si algo admiré en Zapatero fue su discreción como expresidente. No es poco. Pues se ve que el hombre está cansando de ser discreto. Cuántas veces escuché de boca de antiguos líderes socialistas ironías sobre Zapatero. Muchas. Esperaba que cuando él estuviera en la posición de aquellos que de manera ostentosa le pusieron palitos en las ruedas se comportaría de otra manera. Pues no. Anda por ahí ninguneando a un tal Sánchez. Como también lo ningunean aquellos artistas que prestaron a Zapatero un rendido apoyo. ¿Era Zapatero más capaz que Sánchez? ¿Estaba el gobierno de Zapatero libre de los pecados que luego se le han atribuido a los grandes partidos? Yo creo que no, que las adhesiones inquebrantables también responden a modas, caprichos, estados de ánimo.
¿Cuál era el tema de este artículo? Trata de todo, igual que Guerra y Paz trataba de Rusia.
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