Cuerpos improbables
El oficio de Raúl Iaiza es despertar el alma de los actores hasta hacerla coincidir con su cuerpo
Raúl Iaiza es un atleta poético que viene de Córdoba, Argentina, ha pasado por Italia y ahora enseña en España (en el Teatro de la Abadía, el monasterio teatral de José Luis Gómez en Madrid) a actores que quieren ser más ágiles, más poéticos, mejores en escena.
Su oficio (lo que estuve viendo en una de esas sesiones de entrenamiento, esta semana) es el de cultivarles el espacio íntimo de su trabajo como actores; esos ejercicios, que acompaña con música clásica o africana o caribeña, no están destinados a hacerlos más atletas, sino a hacerlos más actores; es decir, a despertarles el alma hasta hacerla coincidir con el cuerpo.
Nosotros tenemos, dijo en un momento de esta lección a la que me permitieron asistir, cuerpos improbables, que no conocemos del todo, y por tanto debemos cultivarlos como si de ese instinto que no conocemos hasta que se presenta proviniera otra inteligencia: la inteligencia del cuerpo, su intuición, su velocidad magnífica.
Entre esos alumnos de Iaiza (cuyo nombre tanto se parece al de la admirable población lanzaroteña de Yaiza: él cree que el apellido viene de judíos errantes, que acaso estuvieron también en la tierra de César Manrique) estaba Gómez, precisamente, obligado como los otros a actividades musculares que no parecen compadecerse de su edad, 75 años. Pero allí estaba, a cuerpo descubierto, compitiendo con los otros a juntar cuerpo y alma para ser mejor en escena.
Este de los actores, me decía luego José Luis Gómez, es un oficio verdaderamente imponente, por desinteresado y por extraño: gente que se prepara constantemente, que lee en los camerinos y en los coches, que se aprende papeles, que ensaya (por cuatro duros: esta es una penuria de la que se habla poco, sobre todo no hablan nada los que se burlan de los actores, a los que acusan de millonarios) y que llega de madrugada de sus trabajos, de los que además salen de madrugada..., profesión de pluriempleo precario que, además, padece el malentendido de los desaprensivos que los insultan.
Siempre recuerdo una escena urbana de Fernando Fernán-Gómez, el admirable actor, viajando de madrugada en un utilitario, por la Castellana, rumbo a cualquier sitio, con el guion en la mano, ceñudo como solía ser, yendo a rodar esforzadamente una película de la que acaso ya no se sepa nada, pues todo pasa y nada queda en nuestra cultura del desaprovechamiento.
Había en aquel ambiente de recogimiento y ejercicio un ambiente festivo, a veces de risa y a veces de perplejidad: vi que una de las actrices lloraba, o al menos era acogida por Iaiza en una escena de profundo recogimiento, como si hubiera estado en trance; y sí, me dijo luego Gómez, esas cosas suceden, pues ese ejercicio de juntar alma y cuerpo produce coincidencias dramáticas, ascensos a raras categorías de intensa emoción.
Cuando nos íbamos de aquel escenario Gómez evocó el Eclesiastés, y una frase que él se sabe de ese texto magnífico: "Lo que ha de pasar ya pasó". En el frío de Madrid habría habido ya muchos fuegos artificiales, como pasa en toda España últimamente, pero lo que se me quedó en el alma (y en el cuerpo) esta semana fue ese momento en que Iaiza enseñaba a unos actores la enorme virtud de aprender a ser mejores. O jcruz@elpais.es
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