Las mayores obras de arte creadas desde el odio y la bancarrota
Leonard Cohen grabó un disco para salir de la ruina y Dylan, de un divorcio. Aquí, las necesidades detrás de las grandes obras del siglo XX
Para Samuel Wordsworth, escribir era “trasladar al papel el latido del corazón”. Para Ernest Hemingway, “sentarse en un escritorio y sangrar”. Y para Stephen King, según afirmaba en su autobiografía literaria Mientras escribo, “acercar los labios a la fuente de la vida”. Es así como suele concebirse la escritura en la tradición occidental. Tormento y éxtasis. Un goce supremo, pero también un esfuerzo extenuante e ingrato. Una compulsión, un impulso vital. Incluso un cínico profesional como Henry Miller escribía en Trópico de Cáncer (1934) sobre la necesidad de sacar a flote los libros que “crecían” en su interior, como “tumores” o “plantas tóxicas”. Una vez más, la escritura entendida como un acto de exorcismo personal que pone al escritor en contacto con lo sublime.
Cohen canceló su jubilación tras perder cinco millones de dólares. Al volver al estudio, su bajista le preguntó: “¿Has vuelto al negocio porque estás arruinado?”. “Digamos que esa es una de la principales razones”, le respondió
La historia de la producción cultural de las últimas décadas nos demuestra que es perfectamente posible crear (algo que valga la pena) por razones mucho más terrenales, prosaicas e incluso mezquinas. Ya lo decía el crítico musical Greil Marcus en un artículo de Village Voice de mediados de los setenta: “Algunas de las canciones más hermosas que he escuchado se escribieron por interés, por resentimiento o por despecho”. Y lo mismo podría decirse de algunos de los mejores libros y de las mejores películas.
Leonard Cohen se ha referido en alguna ocasión a Dear Heather (2004) como el primero de sus discos “póstumos”. El anterior, Ten new songs (2001), había sido concebido como el último de su carrera. Cohen pensaba dedicar sus últimos años a la meditación trascendental en el monasterio budista de Mount Baldy, en las montañas de San Gabriel, cerca de Los Ángeles. Un proyecto frustrado: tuvo que renunciar a su retiro espiritual cuando su hija Lorca le confirmó que había sido estafada por su representante y amiga íntima, Kelley Lynch, que llevaba años sustrayendo dinero de las cuentas corrientes del artista hasta llegar a una cantidad cercana a los cinco millones de dólares. Cuando Cohen se presentó en el estudio oliendo aún a sándalo, pero dispuesto a grabar un nuevo álbum con el que volver a hacer caja, su bajista y hombre de confianza, Roscoe Beck, le preguntó: “¿Has vuelto al negocio porque estás arruinado?”. “Digamos que esa es una de la principales razones”, le respondió el músico y poeta de Montreal, que hoy sigue en activo (y litigando contra la mujer que le arruinó) a sus 80 años.
El disco Here, my dear existe porque Marvin [Gaye] necesitaba dinero, no hay mucho más que decir Freddy Cousaert, amigo de Gaye, sobre el álbum que este compuso tras perder un millón de dólares en un divorcio
Marvin Gaye también tuvo que renunciar a su proyecto de jubilarse (en su caso, de manera un tanto prematura) debido a problemas económicos sobrevenidos. Dos divorcios y una adicción a las drogas se cruzaron en su camino. En 1977, a los 38 años, le costó cerca de un millón de dólares divorciarse de su primera esposa, Anna Gordy, hermana de su jefe, el productor y fundador de Tamla Motown, Berry Gordy. Ese desastre financiero fue la principal razón por la que accedió a grabar Here, my dear. Justo es reconocerle que supo hacer de la necesidad virtud: las canciones exudan virulencia y genuino rencor, porque se nutren del resentimiento acumulado en diez años de matrimonio y casi cinco de cruda batalla judicial. La propia Anna Gordy, que se embolsó parte de los royalties de Here, my dear, declararía años después: “Con el tiempo, he acabado apreciando todos los álbumes de Marvin, pero tengo que reconocer que este sigue siendo el que menos me gusta”. Ya en 1981, un Marvin Gaye de nuevo al borde de la ruina, recién divorciado de Janis Hunter y con tendencias depresivas y paranoicas acrecentadas por el consumo de cocaína, aceptó grabar otro álbum, In our lifetime, tal vez el menos inspirado de su carrera. Según el hombre que trató de hacerle de hada madrina en sus últimos años, el dj y productor belga Freddy Cousaert, “ese disco existe porque Marvin necesitaba el dinero, no hay mucho más que decir”.
13 años más tarde, otro grande de la música negra, Prince, extravió su hasta entonces rutilante carrera discográfica en un intento de librarse lo antes posible de sus lazos contractuales con Warner Bros. Cuatro discos publicados en apenas año y medio, entre 1994 y 1996, todos ellos fracasos artísticos y comerciales, para un artista que por entonces insistía en presentarse en público como El Esclavo y que pronto recuperaría la libertad, pero ya no la inspiración. Según el crítico musical Robert Christgau, “en algún momento de su largo pulso contractual con Warner, Prince perdió la pasión por crear música que estuviese en contacto con su personalidad y sus emociones, y ese es el problema que arrastra desde entonces”.
En el caso de Axl Rose, la principal motivación para editar Chinese democracy, considerado uno de los más hilarantes fracasos de la historia del rock, fue, según Mike Clink, uno de los productores que trabajaron en el álbum, “su inseguridad patológica sazonada con periódicos ataques de megalomanía”. Axl dedicó 14 años a un esfuerzo desordenado y discontinuo, inspirado, según dijo él mismo, en la enseñanzas del Dalai Lama. Involucró a hasta ocho guitarras solistas diferentes, acabó con la paciencia de Dave Navarro, Brian May e incluso Shaquille O’Neal y se convirtió en el hazmerreír de la prensa musical, que llevaba publicando falsas críticas del supuesto disco desde 2002, seis años antes de que la criatura acabase viendo la luz. Consumado el despróposito, se sucedieron veredictos tan contundentes como el de Dexter Holland, cantante de The Offspring: “Al final, no había canciones. Nunca las hubo. Axl es un gandul sin talento que trató de demostrarle al mundo que era capaz de hacer un disco por sí mismo. Y la verdad es que no lo era”.
La escritora toxicómana Christiane F. volvió a escribir, tras varios intentos fallidos de desengancharse de las drogas y hacer carrera como cantante, modelo y actriz, con la vaga esperanza de conseguir dinero para un trasplante de hígado
La crónica más elocuente del Berlín cochambroso de finales de los setenta lleva un nombre de mujer en la solapa. En 1978, la revista Stern publicó Yo, Christiane F. Hijos de la droga, radiografía del descenso a los infiernos de una adolescente berlinesa que ejercía la prostitución para costearse su adicción a la heroína. 35 años después, Christiane F. ha vuelto a escribir, tras varios intentos fallidos de desengancharse de las drogas y hacer carrera como cantante, modelo y actriz. Christiane F.: Mi segunda vida (Ed. Alpha Decay) es el acto de sinceridad dolorosa de una mujer que ya no espera nada de la vida y no parece sentir el menor apego por su propia historia. Ha accedido a escribirlo con la vaga esperanza de conseguir dinero con el que pagarse un trasplante de hígado (“sé que voy a morir pronto”, declaraba recientemente) y porque quiere dejar constancia de que el éxito de su primer libro y el de la película basada en él acabaron de arruinar su vida: “Me convertí en la yonqui más famosa del mundo, un bicho raro por el que todos sentían curiosidad pero que nadie quería como vecina ni como novia de sus hijos”.
William Burroughs aseguraba haber perdido la compulsión de escribir “a mediados de los 50”, pero siguió publicando, participando en proyectos creativos ajenos y dando clases de escritura creativa hasta el fin de sus días porque, según le confesó a uno de sus principales admiradores, Tom Waits, no encontró mejor manera de sufragarse sus múltiples adicciones.
Bob Dylan reconoce en sus memorias que muy rara vez ha vuelto a hacer algo a la altura de su periodo más fértil, finales de los sesenta (“ya no siento galaxias en combustión en mi interior”), pero su álbum Blood on the tracks (1975) es una deslumbrante apología de la rabia y las malas vibraciones, un poderoso artefacto cuyo combustible es el odio larvado que llegó a sentir contra la que era su esposa y madre de sus cuatro hijos, Sara Lownds, de la que se divorciaría poco después.
El rapero Eminem es un caso incluso más exagerado: ha arremetido contra su madre, contra su expareja y madre de su hija y contra prácticamente cualquier estrella del universo pop que se haya cruzado en su camino hacia el número uno de las listas. Desde Briney Spears hasta Mariah Carey, pasando por Michael Jackson o Iggy Azalea. Entre los talibanes de la energía negativa, destacan el cineasta Xavier Dolan (basta con ver Mommy o Los amores imaginarios para entender que el canadiense hace películas al dictado de los cadáveres que esconde en su armario sentimental)
También está el novelista británico Dan Rhodes. Este último ha declarado en una entrevista con The Independent que escribe por venganza: “Mis antiguas novias y mis editores son solo una pequeña parte de la gente a la que detesto y a la que solo puedo hacer daño escribiendo sobre ellos a altas horas de la madrugada, mientras escucho a The Smiths y bebo cerveza barata”. Aunque nadie resulta tan refinado en su exaltación de las bajas pasiones como el director de cine norteamericano Scott Neustadter, autor de la romántica (y vitriólica) comedia (500) días sin ti, que viene a ser un feroz ajuste de cuentas con la chica que le rompió el corazón y a la que aún no ha perdonado. La frase final de sus títulos de crédito lo dice todo: “Cualquier parecido con personajes reales, vivos o muertos, es pura coincidencia. Especialmente contigo, Jenny Beckman. Zorra”.
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