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El arte de la entrevista

Rosa Montero ha sido, como también lo fue la recordada Sol Alameda, autora de algunas de las entrevistas memorables de 'El País Semanal'. En este texto, la escritora evoca sus encuentros y desencuentros con los protagonistas de episodios cruciales de la historia reciente.

Rosa Montero
9-1-1994. Montero: “Me encontré con una abuela obstinada”
9-1-1994. Montero: “Me encontré con una abuela obstinada”

Una mañana de principios de 1977 recibí una llamada angustiada de Félix Bayón desde el flamante diario EL PAÍS, que apenas llevaba cuatro meses en la calle. Conocía a Bayón de la revista Posible, en la que yo había colaborado haciendo entrevistas; Félix, estupendo periodista, grande de sonrisa, de cuerpo y de corazón (tan grande, en realidad, que esa desmesurada víscera acabó matándolo prematuramente), estaba llevando el suplemento dominical del nuevo periódico. Se les acababa de caer ya no recuerdo por qué la extensa entrevista que la revista sacaba cada semana y necesitaban una, la que fuera, en menos de 24 horas, porque estaban cerrando el número. ¿Sería yo capaz de hacerle una larga entrevista a alguien interesante y escribirla y entregarla antes de las doce del día siguiente? Yo era free lance, es decir, colaboradora, y un colaborador dice a todo que sí, de modo que acepté. Lo más difícil era encontrar a un personaje importante que se dejara atracar de ese modo; tras pensarlo un poco, llamé a Ana Belén, a quien conocía y sabía accesible y amable, mientras cruzaba los dedos para que estuviera en Madrid y, por añadidura, localizable en su casa (déjenme recordar a los más jóvenes que por entonces aún faltaba mucho para que se inventaran los móviles). Y debe de existir un dios para los redactores en apuros, porque Ana Belén contestó al teléfono y tuvo la generosidad de recibirme un par de horas más tarde. Hicimos la entrevista, la pasé, la escribí y la entregué a tiempo, no sé ni cómo; fue mi primera colaboración con El PAÍS. Y ese cúmulo de casualidades unió mi existencia a este diario y en especial al suplemento dominical: vivimos zarandeados por el azar.

Desde 1977, que es cuando salió esta entrevista, hasta hoy han pasado 38 años, y siempre he estado unida de algún modo a este El País Semanal. Empecé de colaboradora, entré en nómina, incluso dirigí el semanal durante cierto tiempo y ahora vuelvo a ser colaboradora, pero ahí sigo. Me ha durado más que ninguna pareja, más que ninguna casa en la que he residido. De alguna manera define mi vida. Y ahora, pensando para este artículo en los cientos de entrevistas que he hecho aquí, creo que El País Semanal también define la vida de todos. Que hay un relato del devenir de España y del mundo que podemos seguir a través de sus páginas.

6-2-1977. Montero: “Su entrevista fue mi primera colaboración con El País”.
6-2-1977. Montero: “Su entrevista fue mi primera colaboración con El País”.

Por ejemplo, las entrevistas de la primera época eran esencialmente nacionales. Y es que, en la Transición, necesitábamos sobre todo hablar entre nosotros, recuperar la fluidez y la veracidad del discurso público, tan agarrotado y censurado en la dictadura; necesitábamos nombrar las palabras para dejarlas libres. Mi segunda entrevista fue con López Bravo, varias veces ministro con Franco y miembro del Opus Dei; y le pregunté qué opinaba del divorcio, del aborto, de la homosexualidad: ¿y qué le parecería tener un hijo gay? Hoy sería una entrevista tópica, pero entonces empezábamos a tocar abiertamente esos temas por vez primera. Recuerdo el absoluto desconcierto de López Bravo, sus titubeos, sus circunloquios. Era obvio que hasta entonces no se había planteado que en esos temas se pudiera tener otra opinión.

De modo que en aquellos primeros años cultivé sobre todo el género patrio; desde Fraga, en un encuentro al que acudí tiritando de miedo, porque acercarse a don Manuel en los tiempos tronantes de “La calle es mía” era como rondar el Vesubio minutos antes de la catástrofe de Pompeya, hasta Tarradellas, que acababa de volver del exilio y que, con su “Ja soc aquí” gritado desde el balcón del palacio de la Generalitat, había liberado simbólicamente a los catalanes de las últimas ataduras franquistas. Por cierto que Tarradellas me pareció un personaje memorable, un abuelo malandrín, desmesurado y cabezota; discutimos empeñosamente sobre su prohibición del uso de pantalones por parte de las empleadas del palacio y cuando me fui insistió en regalarme libros y más libros de la Generalitat, tantos y tan grandes que eran imposibles de acarrear y se los iba entregando mayestáticamente a un esforzado ujier que nos seguía; yo intenté negarme, detener de algún modo el alud de papel que amenazaba con sepultarnos, pero todo fue inútil; hasta que atrapé una mirada de connivencia del conserje por detrás de la torre de volúmenes, un guiño, una señal. Comprendí y me callé; di las gracias al honorable y nos despedimos, y después el sabio ujier volvió a colocar los libros en su lugar. Nadie le llevaba la contraria a Tarradellas.

Poco después España empezó a salir de su ensimismamiento, del saco amniótico de los primeros momentos de la Transición, y comenzaron también las entrevistas internacionales. Como la del ayatolá Jomeini, hecha en enero de 1979, en los últimos días de su exilio en Neauphle-le-Château, a 70 kilómetros de París. En aquel pequeño pueblo nevado estaba concentrada toda la oposición iraní; por entonces la izquierda mundial veía con buenos ojos a ese clérigo bajito y cejijunto, por la sencilla razón de que se oponía al tiránico sha. Era un mundo todavía ignorante e inocente y aún no habíamos aprendido que oponerse a algo malo no implica necesariamente representar el bien. Para hablar con Jomeini tuve que cubrir con un pañuelo mis cabellos y también las cejas, que no asomara ni una hebra de mi pecaminoso pelo; pero lo peor fue que me dijeron que mantuviera constantemente mi cabeza más baja que la del ayatolá, cosa harto difícil porque se trataba de un anciano muy pequeño que además estaba sentado sobre un cojín en el suelo. De manera que aquella entrevista, la más estrafalaria de toda mi vida, la hice prácticamente tumbada sobre la alfombra. No me dejaron muy buen sabor de boca ni el procedimiento ni las respuestas de aquel viejo clérigo de rostro sombrío e iracundo, de modo que en mi texto planteé ciertas tímidas críticas que fueron a su vez muy criticadas por la izquierda convencional: ya digo que entonces Jomeini era de los buenos. Un mes más tarde regresó a Irán y enseguida comenzaron las ejecuciones públicas en los estadios. Acababa de inaugurarse oficialmente la nueva ola del integrismo islámico.

Pensando en las entrevistas que he hecho aquí, creo que ‘El País Semanal’ define la vida de todos, que hay un relato del devenir del mundo

También recuerdo la entrevista con Indira Gandhi; su ascético despacho (una mesa desnuda con una hilera de seis pobres sillas delante), que más que una estancia oficial parecía un aula parroquial para enseñar catequesis; su dureza, que no era frialdad, sino una especie de violenta emoción contenida; y, sobre todo, su profunda melancolía. La boca de Indira no parecía estar hecha para sonreír y la rodeaba una especie de halo trágico, como si conociera el destino cesáreo que le esperaba, las 32 balas con que la acribillarían sus guardaespaldas. De aquella misma época fue la entrevista con Olof Palme, primer ministro de Suecia y personaje singular. Viniendo de una España a la sazón masacrada por ETA (los terroristas vascos llegaron a matar a 90 personas en un año), me chocó profundamente, y envidié, la falta de seguridad que rodeaba a Palme. Años después, en 1986, sería asesinado al salir de un cine con su esposa. Todavía no se sabe quién lo hizo.

Dos personajes que me decepcionaron profundamente, por razones muy distintas, fueron Yasir Arafat y Margaret Thatcher. Al primero lo entrevisté en 1989, en Túnez, antes de que regresara a los territorios ocupados; temía, con toda razón, ser asesinado, así que dormía cada noche en un lugar distinto. Para poder hablar con él debías instalarte en un hotel de Túnez y quedarte ahí de guardia, sin salir jamás, esperando a que te llamaran. El fotógrafo y yo nos mantuvimos así durante una semana hasta que una noche fuimos despertados a las tres de la madrugada. Nos recogió una chica aterrada y temblorosa, al borde del llanto, que decía que habíamos tardado mucho en levantarnos; iba con nosotros un periodista danés, que fue el primero en preguntar al líder, pero a la tercera cuestión Arafat se sumió en una cólera helada y la entrevista terminó.

18-7-2004. Montero: “De repente cayó en que su madre podría haberse suicidado”.
18-7-2004. Montero: “De repente cayó en que su madre podría haberse suicidado”.

Entonces nos tocaba a nosotros; el dirigente palestino estaba enfadado y agotado, la chica-manojo de nervios nos urgía histéricamente a ser breves y la cosa pintaba fatal, así que insistí en que necesitaba una entrevista más larga y Arafat consintió en vernos otro día. De nuevo regresamos al hotel, de nuevo esperamos. Tres madrugadas más tarde nos volvieron a levantar a las tres y galopamos hacia un nuevo destino, un lugar distinto, otra casa repleta de guardaespaldas fieles y feroces abrazados a sus fusiles Kaláshnikov. Verán, a mí me fascinaba Arafat, le admiraba muchísimo; había leído todas las entrevistas que le habían hecho hasta entonces, todas espantosamente malas, y creí, con ciega soberbia, que los periodistas no habían sabido hacerlo bien. Me equivoqué. Era imposible hablar con aquel hombre; no respondía ninguna pregunta; sólo soltaba consignas, y cuando, a la tercera o cuarta cuestión, insistí educadamente para ver si contestaba de una vez a lo que le planteaba, simplemente me echó. Sus modos autoritarios eran incontestables, abrumadores. Tuve la sensación de haber estado ante uno de los grandes tiranos de la historia. Probablemente uno no pueda pasarse tantos años durmiendo cada noche en una cama distinta por miedo a una muerte segura, rodeado de una camarilla de guardaespaldas fanáticos y en medio de una deificación absoluta, sin acabar convirtiéndote en un monstruo.

En cuanto a Margaret Thatcher, la vi después de que dejara el poder y me preparé el encuentro con especial cuidado, segura de que sería un personaje duro de pelar. Quería hacerle una entrevista muy crítica y estaba convencida de que sería una mujer brillante y correosa. Pero me encontré con una abuela obstinada y mentalmente roma. Me quedé desconcertada, la verdad; era imposible que esa mujer hubiera movido el mundo como lo había hecho, aunque fuera para mal, como muchos pensábamos, con una cabeza tan pobre, tan previsible y tan tópica. Cuando, tiempo después, se supo que padecía alzhéimer, comprendí que cuando hablé con ella ya tenía mordido el cerebro, aunque lo ignorara; hoy se sabe que esta terrible enfermedad puede comenzar su insidioso trabajo de demolición muchos años antes de ser diagnosticada.

Es difícil escoger tan sólo unas pocas entrevistas, en fin, de entre tantos centenares. Me conmovió hablar con Ana María Matute antes de la publicación de Olvidado Rey Gudú, que supuso su regreso al mundo tras un largo periplo por el lado oscuro de la vida: recuerdo cómo se tapaba la boca para reír, brujita buena, porque le faltaban varios dientes (poco después de la salida de su novela se arregló la boca y volvió a recuperar su sonrisa esplendorosa). Me fascinó conocer a Doris Lessing, que tenía una cabeza extraordinariamente lúcida y ordenada, pero que también tenía el primer piso de su pequeña casa (ella vivía en el segundo) colonizado por resmas y más resmas de periódicos y papelotes: un caos monumental. Durante la segunda entrevista que le hice a Vargas Llosa, en el piso que por entonces tenía en Berlín, su fax estuvo escupiendo insultos y amenazas que le mandaban desde Perú, mientras él, impertérrito, se dedicaba a demoler todos mis argumentos: qué formidable inteligencia, qué gran polemista.

A mí me fascinaba Arafat. Pero era imposible hablar con él. Tuve la sensación de haber estado ante uno de los grandes tiranos de la historia

¿La entrevista más entrañable? Quizá la de Paul McCartney, porque de niña yo fui beatlemana apasionada y a los 14 años estaba enamorada de él. De modo que cuando lo entrevisté, en 1989, fue como asomarse al espejo de la madrastra de Blancanieves, es decir, al vértigo del tiempo. Ahora me asombra comprobar que en 1989 McCartney sólo tenía 47 años: porque recuerdo que lo juzgué viejísimo. Claro que, más que envejecer, Paul parecía haberse derretido como un cirio. Pero, aparte de ese rostro blando y desplomado, lo cierto es que la entrevista fue preciosa. El encuentro tuvo lugar en su granja de Sussex, en el granero reconvertido en estudio de grabación, con su banda de formidables músicos ensayando un disco y con Linda, su mujer, aún ajena al cáncer que la esperaba, sirviendo sandwichitos y té. Y luego, tras pasar allí medio día increíble viéndole tocar casi para mí sola, habló con serenidad, con humildad, con tanta veracidad. Por dentro seguía estando muy vivo y muy sólido.

A veces se producen momentos extraños y extraordinarios en las entrevistas. Por ejemplo, en una con Martin Amis en 2004, el escritor “cayó en la cuenta”, por vez primera de forma consciente, de que su obsesión narrativa por los suicidios podía venir del hecho de que era probable que su madre, muerta oficialmente de una sobredosis de píldoras, en realidad se hubiera suicidado. A Amis se le redondearon los ojos y se quedó unos segundos mudo cuando asumió, en ese mismo instante, esa enormidad que hasta entonces se las había arreglado para mantener bajo el nivel de flotación de la conciencia. Otro momento especial fue cuando Lou Reed empezó a contarme que una voz le había hablado desde el asiento trasero de su coche vacío y que esa voz fue la que logró convencerle de que dejara la droga. Lo decía de manera literal y yo le creí, es decir, creí que él lo creía, e intenté sinceramente comprender cómo era vivir en un mundo en el que los asientos vacíos de los coches te salvaban la vida. Lou Reed también ha muerto: este texto se me está llenando de cadáveres.

7-5-1989. “No respondía. Sólo soltaba consignas”.
7-5-1989. “No respondía. Sólo soltaba consignas”.

¿El personaje que más me ha gustado? Probablemente Muhamad Yunus, el economista bengalí inventor del microcrédito, a quien concedieron un Nobel de la Paz (muy injusto: tendrían que haberle dado el de Economía), y que me pareció un ser luminoso, generoso, inteligente, sensato, modesto, colosal en su humanidad. Si con Arafat creí estar ante uno de los grandes tiranos de la historia, con Yunus me sentí ante uno de sus grandes benefactores. Un Mandela, un Gandhi.

¿Y el más fastidioso? Quizá Orhan Pamuk, ese gran escritor turco, con quien me encontré en Estambul poco antes de que le concedieran el Nobel. Fue una de las entrevistas más disparatadas de mi vida; verán, es posible que Pamuk sea un hombre proclive a los sentimientos persecutorios, y resulta que por entonces era verdad que lo perseguía media Turquía, lo cual debía de tenerlo, con toda la razón, bastante angustiado. No era un asunto baladí: las amenazas eran ciertas, peligrosas, desoladoras. De manera que creo que lo pillé con los nervios de punta. Estuvo impertinente, irritante, respondón e incómodo. Y, a pesar de ello, me cayó muy bien. Siempre he tenido debilidad por los tipos raros.

Dije antes que El País Semanal ha ido recogiendo y reflejando los cambios sociales. Y cuánto, cuantísimo han cambiado España y el mundo en estas décadas. Recuerdo ahora, por ejemplo, la entrevista de 2006 con el juez Fernando Marlaska, en la que habló con generosa y valiente naturalidad de su matrimonio con Gorka Arotz, su marido. El primer número de El País Semanal, del 3 de octubre de 1976, llevaba en portada un reportaje titulado Abortar en Londres, porque por entonces las españolas que necesitaban interrumpir su embarazo se veían obligadas a salir al extranjero o bien a exponer su vida en una carnicería sin anestesia efectuada sobre una mesa de cocina. Y no sólo estaba prohibido el aborto: también el divorcio, y los homosexuales seguían siendo condenados por la Ley de Peligrosidad Social. De aquellos tiempos oscuros a los derechos democráticos de Marlaska hay un largo trayecto. Pero el paso del tiempo no ha sido siempre igual de favorable: la última entrevista que voy a citar, que además fue la última que he hecho para El País Semanal, nos habla por desgracia del ruido y la furia de la actualidad mundial. Me refiero a la charla que mantuve hace poco más de un año con Malala, la niña a la que los talibanes metieron una bala en la cabeza tan sólo por querer estudiar. Entre esas dos mujeres, aquella Ana Belén que era la musa de la libertad y la Transición y esta monumental Malala que es la heroína de la resistencia contra el delirio criminal de los fanáticos, han pasado casi cuarenta años. Muchos días, muchos muertos, tanta vida.

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