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La última reina de París

Musa de Saint Laurent y alma de las fiestas del siglo XX, los vestidos de Jacqueline de Ribes serán los protagonistas de una exposición en el Metropolitan de Nueva York

Jaqueline de Ribes.
Jaqueline de Ribes.DAVID LEES (GETTY)

Cuando la condesa Jacqueline de Ribes se casó con Édouard de Ribes a los 19 años tenía dos vestidos en su armario. “La vida ha mejorado un poco para ella, porque ahora tiene 200”, dijo su marido en 2010 cuando el Gobierno francés la ordenó Caballero de la Legión de Honor por su labor cultural y filantrópica en el país. Pero el conde se quedó muy corto. La colección de alta costura y prêt-à-porter de esta aristócrata y socialitè francesa probablemente se acerque más a las 400 piezas, y una selección de estos estará expuesta en el Costume Institute del Museo Metropolitan de Nueva York.

Emilio Pucci la llamaba Giraffina (Jirafita), Yves Saint Laurent, “unicornio de marfil”; y, según Valentino, la Condesa Jacqueline de Ribes, musa y colaboradora de todos esos diseñadores, “es la última reina de París”. Su suegro, el conde de Ribes, la definía como “un cruce entre princesa rusa y chica del (cabaret) Follies Bergère”, por su elegancia y clase natural y por su espíritu libre e inagotable que la llevó a ser el alma de todas las fiestas y encuentros sociales desde el París de la posguerra, al Nueva York de los cincuenta o la Ibiza de los años sesenta.

Jacqueline de Ribes, nacida Jacqueline Bonnin de La Bonninière de Beaumont, hija de los condes de Beaumont, llegó a este mundo en el 140º aniversario de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1929, “desatando un poco la revolución”. Después de sobrevivir a la Francia ocupada durante la II Guerra Mundial, recluida en los châteaux de su familia, a sus 18 años ocurrieron dos cosas en su vida que la cambiarían para siempre. Primero, su tío, el conde Étienne de Beaumont, la llevó a visitar el salón de costura de Christian Dior, donde inició su relación con la moda y el diseño. Poco después, en una fiesta en San Juan de Luz, conoció al que aún hoy es su marido, Édouard Vizconde de Ribes. “Vi a esta gacela e inmediatamente me enamoré de ella”, dice él siempre.

El físico único de Jacqueline de Ribes es otra de las características que la convirtieron en la reina de la alta sociedad a un lado y otro del Atlántico y la llevaron al Hall of Fame de las mujeres mejor vestidas. Delgada, de largas piernas, fue su perfil egipcio lo que enamoró a Saint Laurent en París y a Diana Vreeland en Nueva York. En su primer viaje a la Gran Manzana, la condesa conoció a la poderosa editora de Harper’s Bazaar y ésta le fijó una cita con el fotógrafo Richard Avedon, de la que salió la imagen más icónica de la aristócrata: de perfil, con su largo cuello, su nariz altiva, su espesa melena trenzada, y un maquillaje que agrandaba sus ojos almendrados.

Con la ayuda de Vreeland, la Condesa encontró su estilo de esfinge egipcia, orgullosa de un perfil nada convencional. “Siento pena por las casi bellezas de pequeña nariz”, dijo Avedon después de fotografiar a esta Nefertiti francesa.

En su siguiente viaje a Nueva York conoció al diseñador Oleg Cassini que, enamorado del estilo de la condesa, la invitó a colaborar en sus colecciones. Ella, que siempre soñó con diseñar, aceptó encantada y de vuelta a París contrató a un joven para bocetar sus ideas, un joven llamado Valentino. En los setenta, también colaboró con Emilio Pucci, y escribió una columna en Marie Claire. Fue entonces cuando empezó a coleccionar y clasificar todos sus vestidos de alta costura, a los que añadió sus propios diseños tras abrir su propia casa de moda en 1983.

Harold Koda, el comisario de la exposición del Metropolitan, y la condesa llevan años seleccionando entre las más de 400 piezas de vestuario, más joyas y accesorios, que guarda en habitaciones de su piso de París, perfectamente planchadas y ordenadas por su mayordomo, Dominique. Y el 3 de noviembre, por fin, el museo de Nueva York celebrará para ella su fiesta definitiva.

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