La fascinante y triste historia de Jemmy Button
El Beagle y una canoa yagán en el estrecho de Murray. / CONRAD MARTENSAcabo de volver del sur de Patagonia, una travesía en el barco Stella Australis entre Punta Arenas (Chile) y Ushuaia (Argentina). A bordo, ni WiFi ni teléfono, una delicia, aunque no pude escribir en el blog. La ruta discurre por el laberinto de canales, islas y ventisqueros azules de Tierra de Fuego y el Cabo de Hornos, una tierra inhóspita y salvaje que se conserva casi igual que cuando Charles Darwin la visitó, entre la Navidad de 1832 y la primavera de 1834, durante el segundo viaje del Beagle, bergantín de 10 cañones al mando del capitán Robert Fitz-Roy. Esta es la fascinante historia de uno de sus pasajeros.
El inexperto naturalista, que había abandonado sus estudios de medicina e iba para clérigo, se había embarcado gracias a las influencias y el dinero de su padre. Completaban la tripulación del Beagle dos pilotos, un contramaestre, un carpintero, ocho infantes de marina, 34 marineros, seis grumetes, un oficial médico, su ayudante y el dibujante australiano Augustus Earle (que sería sustituido después por Conrad Martens). A bordo también había tres extraños pasajeros: York Minster, Fuegia Basket y Jemmy Button, los aborígenes fueguinos que el capitán del Beagle había recogido (o más bien secuestrado) en su anterior viaje de exploración por la zona. Debajo se pueden ver los retratos que les hizo Fitz-Roy, antes y después de su educación.
De los tres, Jemmy Button (hacia 1815-1864), un adolescente de la etnia yámana o yagán (sus compañeros York y Fuegia eran de la vecina tribu de los Kawésqar), era el que mejor se había adaptado a las costumbres británicas. Según Darwin, “era muy alegre, reía casi siempre y bastaba ver sus facciones para adivinar su excelente carácter”. Al parecer, también era muy coqueto: “llevaba siempre guantes, se hacía cortar el pelo y sufría un gran disgusto cuando se le manchaban sus lustrosas botas”.
Fitz-Roy, hombre profundamente religioso que aceptaba cada palabra de la Biblia como verdad absoluta, había corrido durante un año con sus gastos de educación en Inglaterra; los había presentado al rey Guillermo IV y a la reina Adelaida, y ahora los devolvía a su lugar de origen —uno de los parajes más inhóspitos del planeta— con ropas europeas, nociones de inglés y un surtido de artefactos que incluía desde orinales a tazas de porcelana fina, para que ayudasen a “difundir la luz divina entre los salvajes habitantes de Tierra de Fuego”. Con ellos iba Richard Matthews, un misionero novato que nunca había salido de Inglaterra y se había presentado como voluntario en la disparatada empresa. Como podéis suponer, la cosa no acabó bien.
A mediados de enero de 1833, el Beagle consiguió doblar el Cabo de Hornos tras luchar durante días contra un mar embravecido. Fitz-Roy, resuelto a desembarcar a los fueguinos junto al estrecho de Murray, su lugar de origen, echó el ancla en la isla de Lennox, al sureste de la isla de Navarino, e hizo equipar cuatro embarcaciones para llevarles hasta allí por el canal del Beagle, descubierto en su anterior viaje.
“Jemmy se hallaba en una región que conocía bien, y condujo los botes hacia una encantadora y tranquila ensenada rodeada de islotes llamada Wulaia”, escribe Darwin en su diario. Los marineros emplearon cinco días en construir tres wigwams (cabañas fueguinas; una para Matthews, otra para Jemmy Button y la tercera para York Minster y Fuegia Basket, que habían hecho buenas migas), desembarcar la carga y plantar un huerto. Jemmy se reencontró con su madre, sus dos hermanas y cuatro hermanos; casi había olvidado su lengua materna y, con sus botas y su traje de gentleman, “resultaba cómico, aunque digno de compasión, oírle hablar en inglés a su hermano salvaje y después preguntarle en español si le había entendido”.
Fitz-Roydecidió que regresaran al barco dos de las lanchas y partió con las otras dos a explorar el ramal noroeste del canal Beagle con la promesa de visitar a la vuelta a Matthews y los fueguinos. A los nueve días regresó a Wulaia, encontrando que las cabañas habían sido saqueadas por los nativos y el joven Matthews maltratado (intentaron depilarle con valvas de mejillón). El misionero volvió al barco, pero dejó a Jemmy, York Minster y Fuegia en tierra, prometiéndoles que volvería.
Grupo de fueguinos en caleta Wulaia, según el dibujante Augustus Earle.
Lo hizo, pero cuando el Beagle regresó un año después a Wulaia, el asentamiento estaba abandonado. Minster y Fuegia se habían fugado con las posesiones de Jemmy, uniéndose a los fueguinos salvajes; Jemmy seguía allí, pero en él quedaban pocas huellas de civilización: “Apenas podíamos reconocer al pobre Jemmy”. “En lugar del muchacho robusto, limpio y bien vestido que habíamos dejado, encontramos a un salvaje flaco, huraño, con la cabellera en desorden y todo desnudo a excepción de un pedazo de tela alrededor de la cintura”. A pesar de todo, seguía siendo cordial: comió en el barco con el capitánFitz-Roy y, según Darwin, lo hizo “con la misma corrección que en otros tiempos”. Sin embargo, se negó a regresar a Inglaterra con ellos; había encontrado esposa y aquella era su tierra y su gente. Jemmy permaneció en el barco hasta que largaron velas. Volvió a la costa en su canoa, y lo último que vieron de él fue una figura oscura que saludaba con la mano junto a una hoguera.
Vista de Wulaia, desde el lugar donde la dibujó Earle, la semana pasada. / ISIDORO MERINO
Epílogo
Años después de la partida del Beagle, se estableció en Wulaia una misión anglicana. El 9 de noviembre de 1859 fue asaltada por los nativos, que mataron a ocho europeos. Según el único superviviente, entre los atacantes estaba Jemmy Button (aunque él siempre negó su participación en el sangriento episodio). Jemmy acabó sus días solo, en un islote de la bahía Wulaia que hoy lleva su nombre: isla Button (botón), el mismo que le pusoFitz-Roy tras pagar por él un botón de nácar. En realidad se llamaba Orundéllico.
Y un tirón de orejas para Darwin, que pese a su perspicacia fue implacable y racista en sus juicios sobre los fueguinos: “No he visto en ninguna parte seres más abyectos y miserables”. “Al ver tan repugnantes cataduras cuesta creer que sean seres humanos y habitantes del mismo mundo”. Los prejuicios del célebre naturalista marcaron durante décadas a estos pueblos y los condenaron a la extinción: el último yagán se llama Cristina Calderón, tiene 86 años y vive en Puerto Williams, un asentamiento militar chileno en isla Navarino.
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