Navidad para adultos
Ha llegado esa época del año. Como zorros en un gallinero, los niños huelen la proximidad de regalos
Ha llegado esa época del año. Como zorros en un gallinero, los niños huelen la proximidad de regalos. Estudian con ansias la publicidad de muñecos y barcos piratas, conscientes de que alguno caerá en sus manos. Calculan matemáticamente qué tan bien deben comportarse para merecer un paquete más grande.
Con el objetivo de cubrir todos los frentes, mi hijo de seis años ha escrito dos cartas, una a Papá Noel y otra a los Reyes Magos, pidiendo cosas diferentes en cada una. Mi hija menor no sabe escribir, pero se ha agenciado el catálogo de una juguetería y ha marcado con un círculo las cosas que le gustan. Son unas setenta y seis.
Cuando yo era niño detestaba la Navidad. Como a muchos hijos de divorciados, me deprimía ver a las familias perfectas
–¿Cómo voy a escribir todo eso en la carta a Papá Noel? –le he preguntado.
Y ha respondido:
–Yo le llevo la revista. Y se la doy en la mano.
Admitámoslo: a los pequeños les da igual la Navidad. Solo quieren los regalos. Se la sopla el Niño Jesús, la reunión familiar y el espíritu ese. Su idea de la Nochebuena es una barra libre de juguetes, una bacanal de lazos y envoltorios (aunque el chocolate caliente también les hace gracia).
Cuando yo era niño, de hecho, detestaba la Navidad. Como a muchos hijos de divorciados –y de viudos y solteros y familias no tradicionales en general–, me deprimía ver esas familias perfectas por todas partes, sonriéndome con sarcasmo desde los comerciales y las series de televisión, burlándose de mí mientras mis padres se repartían –no siempre pacíficamente– las horas que yo pasaría con cada uno, como turnos de guardia en un cuartel.
Por cierto, tampoco me hacía especial ilusión enfrentarme al ejército de tías que se maravillaban por lo grande que yo estaba. A todos los niños les resulta insoportable la ceremonia del cuánto-has-crecido. Es increíble que se les olvide en cuanto se hacen adultos.
De manera que, conforme se acercaba Nochebuena, yo me sumía en un estado de ánimo más y más triste, del cual solo conseguía escapar repitiendo un mantra:
–Lo bueno es que habrá juguetes. Lo bueno es que habrá juguetes. No llores, Santiago. Piensa en juguetes.
Solo he aprendido a disfrutar la Navidad desde que soy padre. Vivo a 10.000 kilómetros de mis propios padres, y la fecha se convierte en una ocasión para el encuentro de las tres generaciones. Pero supongo que les ocurre lo mismo a todas las familias, incluso si viven en el mismo barrio: ahí, entre nuestros descendientes y nuestros ascendientes, nos sentimos parte de algo mucho mayor que nosotros, algo que empezó mucho antes de que naciéramos, y que continuará tiempo después. Eso hace que la vida no sea mezquina y pequeña.
En cuanto a mis tías, ya no se sorprenden con mi tamaño. Ahora soy yo el que observa a mis sobrinos asombrado. Su crecimiento vertiginoso refleja el paso del tiempo. Y la fiesta marca una renovación cíclica de nuestro vínculo. A través de los años y las décadas, cada 24 de diciembre nos encontramos para decirnos que podremos estar más gordos y más viejos, pero nunca estaremos solos.
Claro que, para que todo eso funcione, hacen falta paquetes con lazos y envoltorios bajo el árbol. La ilusión de los juguetes mantiene a los niños despiertos hasta altas horas. Una repartición pareja y general evita peleas. Y sobre todo, ver felices a los pequeños nos hace felices a los grandes.
Los regalos son el soborno que pagamos a los hijos para que no nos estropeen la noche actuando como un día normal. Porque al fin y al cabo, diga lo que diga la publicidad, la Navidad no es para ellos: es para nosotros.
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