Ser, pero ser menos
La mitad de las mujeres del mundo son pobres que viven cada día en condiciones de discriminación en cuanto a derechos, identidad, salud o educación
Digámoslo claro: nacer mujer es una desgracia. Es como venir con tara de fábrica. Aún lo es. Lo dijo Aminata Traoré, maliense, exministra de Cultura y Turismo de su país, allá por 2011, bromeando, mientras desayunaba en un hotel de Dakar con vistas al mar. Estaba ella (y otras) entonces invitada a participar en el Foro Social Mundial al que había llegado de la mano de una de esas frecuentes caravanas de mujeres –salieron decenas simultáneamente de varios países camino a Senegal– que se reúnen y marchan y marchan y marchan, dispuestas a alzar su voz reivindicando derechos y un mundo mejor. Ese día se iban a visitar las cooperativas de pescadoras de Pikine, muy necesitadas de apoyo dada la esquilmación de las costas de África Occidental (y en consecuencia, de su precaria economía doméstica).
Alguien protestó. Ah, se trata de una exageración, dijeron. “No”, respondió Traoré, como si tal cosa –ella, siempre de charla gustosa, no recordará ni la reunión ni el impacto de sus palabras–. “No lo es para una o dos o mil o veinte mil personas del sexo femenino… No. Nacer mujer es una desgracia para millones, para más de la mitad de esa mitad del mundo que somos”. Bueno, la cifra no es exacta, le reprocharon de nuevo, entre tés y cafés. Y con su característica sorna, esta africana correcaminos, escritora, inmensa en su planta y su aspecto (siempre vestida con turbantes polícromos de altura), continuó: “Nunca podría ser exacta. Porque quien está naciendo en este instante, bien armada de su útero, ya cuenta; ya entra en la estadística. Y siendo tal niña se morirá antes; la abandonarán o explotarán antes, la violarán o la venderán o casarán antes. Miremos alrededor. Está pasando aquí mismo, entre nosotras”. La intelectual Traoré siguió hablando, desayunando. Pero en la sala nos miramos en silencio. No nos gustó lo que vimos. Mujeres privilegiadas. Una minoría.
El “nosotras” quedó congelado en el aire. Se trataba de los 3.550 millones de “ellas” que completan el total universal del género femenino. De esas 127 mujeres que nacen por minuto en el mundo en este 2014 (de un total de 255 nacidos, sex ratio: 50,5% hombres por 49,5% mujeres). Se trataba de africanas, sí, pero también de indias, chinas, latinas, laponas… De niñas, adolescentes, adultas… De las 39.000 pequeñas que se casan cada día en el mundo antes de los 18 años (habrá 140 millones de menores casadas en 2020 si esto no se frena, dijo la presidenta de ONU Mujeres, Phumzile Mlambo-Ngcuka, hace nada al hilo del Día Internacional de la Niña); de los 16 millones de adolescentes que quedan embarazadas este mismo año; de los 133 millones que sufren mutilación genital; de las incalculables afectadas por violencia de un tipo u otro. Como esas 13 mujeres indias que hoy mismo son noticia por desear menos hijos, allí donde no es fácil acceder a planificación familiar, y han muerto en el intento por precariedad sanitaria y uso de material indebido y oxidado.
“Hagamos la prueba. Pongamos algunos de sus rostros juntos, observemos sus vidas cotidianas. Hablan por sí solas”, siguió Traoré. En aquel foro mundial al que acudieron más de 20.000 personas se hizo, se escuchó mucho: a indígenas, a pescadoras, a campesinas, a madres de hijos desaparecidos, a refugiadas, a víctimas… Ellas contaban sus problemas, la escasez, la falta de voz, sus retos y sufrimientos; sus deseos. Los de la mayoría. Bastaba escuchar. Y se iba trazando un dibujo bien preciso y colectivo. Así, siguiendo esta idea no se puede evitar aportar aquí algunos de esos relatos –los de personas que hemos tratado y encontrado– de mujeres aguerridas y tantas veces condenadas (que no desgraciadas, no siempre lo son, el adjetivo es inadecuado) por las circunstancias y el lugar de nacimiento. Es decir, por la política que se practique en cada momento y lugar. Su situación muestra mejor que nada –que los grandes discursos y hasta los números– el estado real del mundo en femenino.
39.000 niñas se casan cada día en el mundo antes de los 18 años
Sharon, recién parida, abrazada a su bebé, Charles, estaba retenida en 2012 en el hospital de Pumwani, en Nairobi (Kenia), por no pagar las tasas del parto. Contaba que no tenía dolor físico. Que no era ese el que sentía. “Su ropa luce gastadísima, agujereada y sucia; entran las visitas en manada hacia otras camas (hay 350 en este hospital, el de mayor tasa de nacimientos en esta parte de África) y en la suya nadie se detiene”, escribimos entonces en el blog África no es un país (de EL PAÍS). Con 18 años, sin familia, debía pagar cuatro euros al día por la cama, 30 por el parto; una fortuna en Kenia, donde la mitad de la población (40 millones) vive con menos de un dólar diario. El centro, denunciado en múltiples ocasiones, no la dejaba marchar. Ella mendigaba allí mismo, en los pasillos. En Kenia, el 18% de las mujeres entre 15 y 20 años ya tienen hijos. Unas 13.000 abandonan la escuela por embarazo. Y la tasa de abortos dobla la mundial, 26%. Con todo, Sharon tenía suerte: había logrado ser atendida en un centro médico, algo desconocido para muchas: 40 millones de nacimientos en regiones en desarrollo se produjeron en 2012 sin ninguna asistencia médica (32 de ellos en zonas rurales). Y aún mejor: no engrosó Sharon la estadísticas de muerte en el parto, que, aunque han descendido mucho en los últimos años, aún rondan hoy las 300.000 al año.
Lo que eso representa lo sabe bien Bárbara López Osorio, argentina, 76 años –de profesión, qué ironía, partera–, que perdió de tal modo a su única hija. Ella es la abuela de Julieta, de 14, adolescente de ojos tiernos, inmensos, y de Lucas, hiperactivo, que nació prematuro hace siete años en el momento en que la vida se le escapaba a su madre. Viven los tres en una casa a retales y con jardín en La Plata. Bárbara (muy activa en el apoyo a familias de prematuros, un programa especial de Unicef en el país) se ocupa sola, a su edad y con su pensión mínima, de sus nietos con la vista puesta en su educación como moneda, dice, de “futuro”.
Ingenieras ‘intocables’. Subhashini Vadathe y Lathamma Sake, ambas de 22 años, son prueba de que la educación y el apoyo rinden como buenas baterías. Fueron apadrinadas por la Fundación Vicente Ferrer en Bangalore y Hyderabad (India) que tanto hace por la mejora de las condiciones de las castas más desfavorecidos en India, de los países más poblados y desiguales del mundo. Jóvenes dalits que han podido estudiar hasta convertirse en informáticas y prosperar –dado el boom allí del sector– y que nos mostraron que cuando se trata de ellas, de mujeres, el progreso repercute directamente y para bien en toda la familia. Hijas de campesinos pobres allí donde no existen pensiones ni Estado que soporte la enfermedad o la necesidad, allí es donde las hijas juegan un rol imprescindible. Eso sí, aún con “permiso” del padre. “Lo prioritario es mi carrera ahora, hasta he acordado con mi padre que no me agobie con temas de boda en dos años”, se reía Subhashini.
Pero no es broma. Querer ser persona educada implica pagar a veces un excesivo peaje. Tal le ha sucedido a una joven porteña –prometimos no desvelar nombre– que intentó suicidarse hace nada (es una de las tres grandes causas de muerte adolescente allá, en Argentina, en esa edad, junto a accidentes de tráfico y violencia) por no poder sola con el peso que supone soltar amarras con la familia, la tradición… Ese yugo que es el círculo de la propia pobreza. Salir del entorno es considerado traición. Como si la miseria fuera cemento que te ata a la tierra.
EkrA Abandonó la suya, Costa de Marfil, y habitaba en 2009 en los suburbios de Rabat (Marruecos) soñando –al principio mucho y con el tiempo cada vez menos–con llegar a Europa. Como millones de refugiadas en tantas fronteras. Así apareció descrita en el reportaje Mujeres invisibles en El País Semanal. “Hay personas sabias que en pocas palabras son capaces de definir el mundo. Una de ellas es Ekra A. K., de 30 años. ‘¿Qué haces para poder vivir?’, le preguntamos en los seis metros cuadrados en los que habita. Ella mira un segundo alrededor: a las paredes, donde cuelgan pósteres de sus ídolos, las hiperblancas Shakira y Avril Lavigne; a la bombilla lánguida y el ventanuco atrancado en lo alto; al colchón oculto con telas y los vestidos que penden del techo… ‘Prostituirme’, afirma. ‘Dos euros por hombre una vez; 20 la noche’, dice esta mujer redondita y agridulce cuyo camino comenzó el día en que toda su familia fue asesinada en emboscada”. La trata y el tráfico de mujeres se han convertido junto al de la droga y las armas en el negocio internacional más jugoso (informe Trafficking in Persons 2014, del Departamento de Estado norteamericano). Unos 20 millones de víctimas; mujeres y niños, la mercancía más deseada.
La madre de los Alonso también es refugiada, pero en otro lugar y de otro modo. Vivía en Ciudad Bolívar, gigantesca acumulación de tugurios en las montañas de Bogotá (Colombia), donde se hacinan dos millones de personas. Tuvo que huir de su casa en el campo cuando su marido fue desaparecido por los paramilitares y toda su familia amenazada. Los Alonso, cinco en aquel momento, dormían, comían en un solo cuarto, en un edificio precario entre calles donde suena música de balaceras. Allí hasta los puestos de golosinas tienen rejas. Algo habitual en muchas ciudades latinoamericanas, lo vimos en la Comuna Uno de Medellín, la del famoso narco Escobar, recientemente.
De rejas sabía bastante Sok Ly, a la que conocimos en Camboya con 12 años apenas. Pocas personas tan heridas. Su historia apareció en Esclavas sexuales (de El País Semanal): “En Camboya, el nombre de nacimiento no permanece para siempre. Se modifica tantas veces como uno quiera cambiar de vida; cuando la que llevas no te satisface o cuando la enfermedad o la mala suerte se ceban en ti. Sok Ly dejará de ser Sok Ly muy pronto. Debe dejar de serlo. Porque es imposible asumir tanta adversidad con tan corta edad. A esta niña le encontraron hace un mes encerrada en una jaula en un burdel de su propia familia, inmundo, tal como suele ser el común de los burdeles en este país…”. A escala mundial, hoy una de cada tres mujeres sufrirá violencia sexual o física en algún momento de su vida. A menudo por familiares. Y la pobreza es demasiadas veces buen caldo de cultivo como para obviarla. Es en la impunidad (de los agresores) y en la desigualdad (como contexto) donde se concentra la gran batalla de género para 2015.
Phoolan Devi, reina de Bandidos, es ejemplo de ello. Su vida es leyenda. En su casa de Delhi, una vivienda de barrio residencial, nos contó sobre las violaciones masivas que sufrió en su Estado natal (Uttar Pradesh). La recordamos aquí porque dos décadas después tal violencia la padecen dos de cada tres niñas, jóvenes o adultas, del país, en una escalada tal que se ha convertido en asunto nacional. En el mismo Estado de Devi violaron y ahorcaron esta primavera a dos niñas mientras buscaban un lugar para ir al baño, hábito común allí donde 600 millones de personas carecen de letrinas en casa. En otras ocasiones son atacadas en autobuses a la vista de todos y en panda. Tal pánico hay que se han generado aplicaciones de móviles, boom de tecnología de alerta y muchas promesas políticas de construcción de saneamientos que se han acogido con escepticismo.
En el caso de Devi, fue todo tan brutal (violada una y otra vez por 30 hombres, la mayoría de casta más alta; otros de su familia) que ella acabó por coger las armas y matar a 22 de sus agresores, se convirtió en forajida, en protagonista de libros y películas (Bandit Queen); se entregó, la encarcelaron 11 años, la liberaron, fundó un partido… Y murió en 2001, asesinada. Era una mujer pequeña, una campesina analfabeta que vivía rodeada de guardaespaldas. “Mi lucha fue contra la explotación como mujer”, nos dijo.
¿Qué hacer para poder vivir?", preguntamos a Ekra, refugiada. "Prostituirme", respondió ella
Las raptadas por Boko Haram son protagonistas de una de las últimas barbaridades contra los derechos humanos, esta vez en Nigeria, polvorín de 177 millones de habitantes. Terrorismo hecho carne en el cuerpo y la persona de menores consideradas propiedad y botín para intercambio, presión política y reivindicación de califato y territorio. Su secuestro en abril movilizó a las masas tuiteras con hashtags y campañas internacionales y de famosos hollywoodienses que, hoy día, poco han conseguido. Más de doscientas menores siguen desaparecidas. Muchas no volverán. “En situaciones de conflicto, puede ser más peligroso ser una niña o una mujer que un soldado”, ha dicho Mlambo-Ngcuka, directora de ONU Mujeres. La violencia como epidemia.
“Ninguna sociedad conocerá la paz si deja atrás a la mitad de su población”. Lo dijo recientemente John Kerry, secretario de Estado norteamericano, apelando a la necesidad de igualdad y derechos. Entre 1990 y 2012 se ha avanzado mucho en algunos de los Objetivos del Milenio. Se ha conseguido reducir el hambre, la mortalidad materna e infantil y se ha logrado la paridad en la escuela primaria. Pero no se puede afirmar hoy que ningún país, desarrollado o no, haya conseguido la igualdad de género plena, aunque crezca la representación política (un 30% de mujeres en Parlamentos en 46 países). Si las leyes no se aplican es pura cosmética. Porque aún hoy, como decía Traoré, sea donde sea, ser mujer es lastre, es ser siendo menos en términos absolutos, pues el esfuerzo es mayor para alcanzar aquello que significa prosperar y vivir de forma digna (acceso a alimentos, sanidad, trabajo, educación, riqueza…). Y tal brecha se multiplica cruzada con pobreza; cuando eres la última línea del gráfico, cuando no tienes altavoces que hablen por ti, cuando no tienes nombre (hay 230 millones de menores de cinco años sin registrar) y, por tanto, ningún servicio, como les sucedía a Madeleine, Emiliane y Mary, las niñas baka del reportaje Los últimos pigmeos, en la selva de Camerún, analfabetas: 500 millones de mujeres hoy que lo son.
Y cuando la cosa se pone fea, cuando hay hambre, catástrofes o conflictos, son ellas las más afectadas. Y sus criaturas. Wardo M. Yusuf, madre somalí, se hizo famosa un día de 2011 por contar su historia. Cómo abandonó a uno de sus dos hijos (de uno y cuatro años) camino de los campos de refugiados en Kenia ante la imposibilidad de obtener comida para ambos; cómo tuvo que elegir entre la muerte o la vida para el primogénito y dejarlo en la cuneta abandonado a su suerte. Sin más. La vida cotidiana.
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