Miles de apátridas: la vergüenza de República Dominicana
Esta entrada ha sido escrita por Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional.
La diplomacia dominicana se parece cada vez más a los tres monos. Esos monigotes que se tapan los ojos, la boca y los oídos para no afrontar la realidad.
Las declaraciones del ex-presidente de la República Dominicana, Leonel Fernández, en un artículo publicado el 19 de noviembre en El País, son un reflejo de la negligencia del gobierno dominicano de enfrentar la histórica discriminación y violaciones a los derechos humanos de un grupo importante de ciudadanas y ciudadanos. En sus declaraciones, el ex-presidente intenta justificar lo injustificable, afirmando que: “en la República Dominicana no hay apatridia ni discriminación”. ¿Qué ocurre entonces con las miles de personas que ahora mismo están en esta situación?
No es nuevo que los gobiernos intenten justificar las violaciones de derechos humanos, pero la intencional ceguera de las autoridades dominicanas es un juego que se vuelve cada día más peligroso. Negar que exista discriminación en la República Dominicana es absurdo y exime al gobierno de asumir sus responsabilidades internacionales de protección de los derechos humanos.
En 2007 dos expertos de Naciones Unidas sobre minorías y sobre racismo visitaron la República Dominicana. En sus conclusiones destacaron que “existe un profundo y arraigado problema de racismo y discriminación que afecta en general a la población negra y en particular a los dominicanos de ascendencia haitiana y los haitianos.”
De lo que Leonel Fernández y otros en el actual Gobierno no hablan es que esta profunda discriminación racial tiene nombres e historias. Durante meses, Amnistía Internacional ha recogido el testimonio de docenas de personas cuyas experiencias son un reflejo del grave impacto al ejercicio de los derechos humanos de miles de dominicanos y dominicanas en el país.
En marzo de 2014, durante una visita al país, conocimos el caso de Félix, un dominicano de ascendencia haitiana, quien compartió como en San Juan de la Managuana, un conductor le prohibió subir a un autobús rumbo a Santo Domingo “por ser negro”. No es un caso aislado, nos contaron muchas historias similares .
La discriminación permea también a las instituciones del mismo Estado. Liliana nació en la provincia de Monte Plata en 1994. En 2012 cuando se presentó a las oficinas del registro civil para conseguir su cédula de identidad, los oficiales se la negaron porque “sus padres eran haitianos”.
En septiembre del 2013 el Tribunal Constitucional decidió revocar retroactivamente la nacionalidad dominicana, adquirida desde 1929 por miles de ciudadanas y ciudadanos. La inmensa mayoría de las personas actualmente afectadas por el fallo son de ascendencia haitiana.
La sentencia ofrece una definición de la nacionalidad dominicana basada en criterios “históricos, lingüísticos, raciales y geopolíticos”. Es decir, el Tribunal Constitucional ha legitimado la discriminación racial en la sociedad dominicana.
Durante décadas, el Estado dominicano reconoció como “ciudadanos dominicanos a los niños y las niñas nacidas en su territorio de padres extranjeros, sin importar su estatuto migratorio”. Les otorgó documentos de identidad, que les permitieron gozar de sus derechos. Pero Félix, Liliana, y miles de personas más descubrieron en una mañana de septiembre que según los jueces del Tribunal Constitucional eso solo fue una ilusión.
El ex Presidente Fernández puede seguir diciendo que no hay apátridas en su país, pero la realidad es otra: la sentencia del Constitucional ha dejado abruptamente a miles de dominicanas y dominicanos sin patria.
ACNUR, la agencia de Naciones Unidas que trabaja sobre refugiados y apátridas, lanzó este mes una campaña global para erradicar en 10 años situaciones como esta. Considera que República Dominicana está entre los cinco países del mundo con más personas apátridas: alrededor de 200,000 por ser descendientes de haitianos.
Los miles de apátridas en territorio dominicano, y las graves consecuencias en sus vidas, no desaparecerán solo por el hecho de que el gobierno de ese país insista en que no existen. El principal argumento del Estado dominicano ha sido asegurar que esas personas pueden obtener la nacionalidad de Haití. Con probabilidades, los jueces dominicanos juegan con la vida de esa gente, porque la realidad es tenaz: no son haitianos, son personas sin patria.
Nadie niega a las autoridades de República Dominicana el derecho de definir sus reglas de adquisición de la nacionalidad, pero el derecho internacional prohíbe expresamente la discriminación, y diversos organismos internacionales, como la Corte Interamericana, han alertado sobre lo que esta sentencia supone.
Si el gobierno dominicano decide abrir sus ojos y ver que la Corte Interamericana, como cientos de voces de la sociedad civil dominicana y organizaciones internacionales, le ofrece un camino para resolver el problema de la enraizada e histórica discriminación que existe en el país, se dará cuenta de que aún está a tiempo de resarcir el daño causado a miles de personas. ¿Se atreverán a dar este paso?
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