Lujo de vivos
Fue hace mucho, en un hotel de Quito. Encendí el televisor y apareció una mujer de unos 60 años, espléndida, que, mientras regaba sus plantas, decía: “Acaban de decirme que voy a morir"
Fue hace mucho, en un hotel de Quito. Encendí el televisor y apareció una mujer de unos 60 años, espléndida, que, mientras regaba sus plantas, decía: “Acaban de decirme que voy a morir. Por un segundo consigo olvidarlo, y pienso que el año que viene voy a estar regando mis plantas, pero después recuerdo que eso no va a suceder”. La mujer tenía cáncer y ese loop bestial —alguien que va a morir olvida que va a morir y, un segundo después, lo recuerda— parecía un resumen de la realidad psíquica a la que se enfrenta quien recibe un diagnóstico así. En 1994, el estado de Oregon aprobó una ley de muerte asistida. La mujer vivía allí y, junto a otros enfermos terminales que habían optado por la eutanasia, protagonizaba el documental Cómo morir en Oregon. Un día, doblada de dolor, sabiendo que sólo tenía que levantar un teléfono y decir “Hagásmoslo”, confesaba estar atormentada por una pregunta: “Cómo sabré que ha llegado el momento”. Y, después de un silencio largo, agregaba: “Todavía no. Todavía tengo algunos días buenos”. Los días buenos acabaron poco después. En Bélgica, donde la eutanasia rige desde 2002, el Senado aprobó en 2013 una ampliación de los alcances de la ley a los menores de edad. Hubo polémica (¿los niños pueden decidir sobre su vida? ¡Escándalo!) y la hubo otra vez, hace poco, cuando Brittany Maynard, diagnosticada con cáncer, tomó un cóctel mortal. El Vaticano, claro, la condenó, diciendo que “la dignidad no es poner fin a la vida”. Los vivos nos damos esos lujos: pensamos en categorías —niños, religiosos—, mentamos la dignidad, la ética. Habría que ver cuántas de esas cosas retienen su sentido en el mundo paralelo en el que viven los que empiezan a enfrentarse a la más atroz de todas las preguntas: cuál es la máxima dosis de horror que pueden soportar.
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