Ojos de fuego verde
Maureen O'Hara, Oscar honorífico de la Academia de Hollywood, quedará para el recuerdo como Mary Kate Danaher, en 'El hombre tranquilo'
Aunque el cine, sobre todo el cine clásico, sea una industria, está construido en la memoria del espectador con ladrillos fugaces, como la nostalgia y la memoria. Maureen O'Hara (nacida Maureen Fitzsimmons en Ranelagh, cerca de Dublín, en 1920) se quedó para siempre en los carteles como la Reina del Technicolor; y en la memoria de quienes aman el cine por encima de todas las cosas como Mary Kate Danaher en El hombre tranquilo, una película de John Ford que, a pesar de su lustrosa incorrección política, debería estudiarse en todas las escuelas de cine para entender por qué los genios de cualquier arte son capaces de transmitir emociones complejas con recursos estilísticos sencillos. Eso de Reina del Technicolor se entiende perfectamente en cuanto se ve a la O'Hara en pantalla grande y en cualquier tipo de color, aunque sea Eastmancolor o Trucolor: melena roja, ojos de fuego verde y un carácter tempestuoso, hecho por igual para el sufrimiento silencioso (¡Que verde era mi valle!, otra pieza de arte mayor de Ford) o la resistencia tenaz (Esta tierra es mía, de Jean Renoir). Fue sin duda el mejor amigo de John Wayne y un báculo firme para el atormentado y complejo Charles Laughton, como saben todos los chismosos de Hollywood.
Maureen, a sus 94 años, acaba de recibir un Oscar honorífico de manos de Clint Eastwood y Liam Neeson. En la foto, ambos aparecen sonrientes y encantados (por una vez, las gracias reidas están justificadas) mientras que la anciana O'Hara, todavía con la melena flamígera (probablemente debida a sofisticada química capilar o a una peluca) observa a la concurrencia con el mismo descaro con que Mary Kate Danaher, vestida de zagala como en una égloga de Lope, observaba la llegada de Sean Thornton en El hombre tranquilo.
Para qué nos vamos a preguntar por la desmemoria de la Academia de Hollywood, o por la resistencia de algunas instituciones a reconocer el talento de aquellos a los que representan. La respuesta va desde la miopía a las rencillas, o quizá la mala suerte. Para eso están los Oscars honoríficos, para corregir los olvidos inolvidables. Si nunca reconocieron el talento de Alfred Hitchcock, milagro parece que se hayan acordado de Maureen.
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