Virtudes y peligros del populismo
Invocar la voluntad del pueblo para saltarse el respeto a la ley es uno de sus recursos habituales. Movilizan así a los apáticos, pero su afán por eliminar las cortapisas democráticas abre un peligroso camino a la tiranía
Se habla mucho de populismo últimamente. En Europa se aplica a la derecha xenófoba francesa, británica u holandesa; en América Latina, al eje chavista venezolano, ecuatoriano o boliviano. Pero el término sigue teniendo difícil acceso al mundo académico. El diccionario de la RAE, por ejemplo, no incluye el sustantivo “populismo”; y define el adjetivo “populista” como lo “perteneciente o relativo al pueblo”, idea que en castellano actual correspondería más bien al adjetivo “popular”.
El populismo no es, la verdad, fácil de definir. Muy frecuentemente se usa en sentido denigratorio, atribuyéndolo a fenómenos que, como mínimo, carecen de contenido serio. Una politóloga propuso, hace años, el abandono del término, por indefinible. La obstinación con que se sigue utilizando indica, sin embargo, que algo deben de tener en común los dispares fenómenos a los que aplicamos ese nombre como para que valga la pena intentar ponernos de acuerdo sobre su significado.
Lo primero indiscutible es que los movimientos o personajes políticos a quienes se llama “populistas” basan su discurso en la dicotomía Pueblo / Anti-pueblo. El primero, no hace falta aclararlo, representa el súmmum de las virtudes; el pueblo es desinteresado, honrado, inocente y está dotado de un instinto político infalible; mucho mejor nos iría si le dejáramos actuar, o al menos le escucháramos. Su antítesis, en cambio, el anti-pueblo, es la causa de todos los males; y puede tomar cuerpo, según los populismos, en entes internos o externos: la oligarquía, la plutocracia, los extranjeros, el clero, los judíos, la monarquía…; en el discurso dominante hoy, en España, sería la “casta política” o “el régimen del 78”, a quienes se oponen “los ciudadanos” o “la gente (decente)”. Por “pueblo” no debe entenderse, desde luego, el proletariado o las clases trabajadoras. De nada sirven aquí las descripciones sociológicas, ni los análisis de clase. “Pueblo” es una mera referencia retórica, una invocación fantasmal. Lo que importa, la clave de todo, es que el Pueblo, la Voluntad del Pueblo, es el principio supremo de la legitimidad. Invocar la voluntad popular, como los dictados divinos para los creyentes, permite saltarse la exigencia del respeto a la ley.
Prospera cuando los partidos tradicionales están desprestigiados hasta niveles escandalosos
Un segundo rasgo común a los populismos es la ausencia de programas concretos. Lo reconoció como nadie José Antonio Primo de Rivera, aspirante a populista, cuando dijo aquello de que sus ideas eran demasiado ambiciosas como para intentar apresarlas en un programa. Fue típico también declarar que no eran de derechas ni de izquierdas. De los proyectos de los dirigentes populistas sabemos que están inspirados por los deseos más grandiosos (“salvar al país”, establecer una “democracia real”), pero no cómo piensan hacerlo; no conocemos sus planes en el terreno institucional, en el económico ni en el internacional. Quiero cambiar todo, decía el Lerroux juvenil. Estoy en contra de todo lo que está mal, declaró una vez el inefable Ruiz Mateos. Una vaguedad que les permite actuar como revolucionarios o como realistas según requieran las circunstancias. Para sus seguidores, lo que importa es que su acción se verá guiada por unos principios políticos y morales intachables, anclados en el interés popular.
Tercer rasgo: en su discurso dominan los llamamientos emocionales dominan sobre los planteamientos racionales. Apelan a la acción, la juventud, la moralidad, la audacia, la honradez. Uno de sus mantras preferidos es que hacen falta “menos palabras y más acción”; es decir, hay que superar la ineficaz verborrea que domina la política actual. El objetivo de estas invocaciones es claro: no se trata de hacer pensar a sus oyentes sino de movilizarlos, de que entren en la arena política grupos hasta hoy indiferentes o marginados. Una movilización que suele ser extra-institucional, por cauces ajenos a los previstos por el “sistema”.
Cuarto: a juzgar por sus proclamas, nadie puede llamarles anti-demócratas; al revés, el gobierno del pueblo es justamente lo que anhelan. Pero democracia es un concepto que admite al menos dos significados: como conjunto institucional, unas reglas de juego, que garantizan la participación de las distintas fuerzas y opciones políticas en términos de igualdad; y como “gobierno para el pueblo”, sistema político cuyo objetivo es establecer la igualdad social, favorecer a los más débiles. Desde esta segunda perspectiva, muchas dictaduras pueden declararse “democráticas”; la Cuba de los Castro, por ejemplo, un régimen que no convoca elecciones libres y plurales pero que presume de grandes logros educativos o médicos para las clases populares. También es típico de cualquier populismo la formación de redes clientelares, dado que la función principal del líder debe ser la protección de los débiles.
Y esta, la existencia de un líder dotado de cualidades redentoristas, es otra peculiaridad de muchos de estos fenómenos. El movimiento está dirigido por un Jefe, un Caudillo, un Cirujano de Hierro, que aúna honradez, fuerza, desinterés y, sobre todo, identificación con el pueblo, con el que tiene una conexión especial, una especie de línea directa, sin necesidad de urnas ni sondeos. Obsérvese que entre sus virtudes no está el saber, la capacidad técnica. El anti-elitismo populista comporta una importante dosis de anti-intelectualismo y anti-tecnicismo. Más que un rasgo modernizador, este elemento clave parece un resto del mesianismo religioso o del paternalismo monárquico del Antiguo Régimen.
Los grupos políticos que carecen de programa y no cuidan las instituciones no son fiables
Una última característica común, que no corresponde al movimiento en sí sino al entorno en el que florece, es que todos los populismos prosperan en un contexto institucional muy deteriorado, en el que los partidos tradicionales y los cauces legales de participación política, por corrupción o por falta de representatividad, están desprestigiados hasta niveles escandalosos.
Esta enumeración de rasgos —no todos aplicables al caso español actual, pero sí algunos— nos lleva a ciertas conclusiones. La primera sería que los populistas tienen la virtud de denunciar sistemas políticos anquilosados, lo cual es de agradecer y obliga a abrir, a flexibilizar, a modernizar las instituciones democráticas. Al ser capaces de movilizar a los hasta hoy apáticos, abren cauces institucionales a los antes excluidos, les permiten intervenir en la toma de decisiones colectivas. Son, desde este punto de vista, revitalizadores de la política; y suscitan simpatía: difícilmente serán tan malos como los que tenemos, piensa uno instintivamente.
Pero no hay que equivocarse. Aunque los dirigentes populistas se proclamen anti-políticos y exijan que el poder —hoy en manos de políticos profesionales— retorne al pueblo, ellos también son políticos. Quieren gobernar, quieren el poder. Y cuando llegan a él, les molestan las cortapisas: no son de su agrado ni la división y el control mutuo entre poderes, propio de las democracias liberales, ni la existencia de una oposición crítica ni el que su mandato se termine a fecha fija. Su lógica es, la verdad, impecable: si el poder es ahora del pueblo, ¿por qué limitarlo? ¿quién y en nombre de qué puede oponerse a la voluntad del pueblo? Es decir, que su vínculo privilegiado con el pueblo exige eliminar todo límite a su capacidad de acción. Lo cual abre un peligroso camino hacia la tiranía. Por otra parte, al no establecer ni reconocer normas, tienden a recurrir a la acción directa, lo que suele significar prácticas coactivas contra los discrepantes. Movimientos políticos que carecen de programa y no cuidan las instituciones no son fiables.
Es imposible, en resumen, saber adónde puede llevar un movimiento de este tipo: su carencia de programa le permite seguir cualquier línea política. El peronismo, siempre el mejor ejemplo, fue intervencionista y expansivo en economía en los años cuarenta-cincuenta y liberal en los tiempos de Menem. El lerrouxismo representó a la izquierda incendiaria en 1909 y al republicanismo de orden en 1934.
Al final, para saber lo que nos espera cuando un movimiento de este tipo asoma por el horizonte lo más práctico es echar una ojeada a los regímenes alabados por ellos o de quienes han recibido apoyo: si se trata de la Venezuela bolivariana, sus votantes deberían considerar qué harán cuando el Gobierno aupado por ellos acapare los medios de comunicación públicos, hostigue a la prensa independiente o amedrente a sus adversarios. Afortunadamente, la sociedad española actual parece poco dispuesta a tolerar ese tipo de cosas.
José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España (Pons / Crítica).
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