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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La chapuza y la ira

La incompetencia de quien tiene la responsabilidad contagia el miedo más rápido que el virus

Elvira Lindo

Vaya por delante un consejo: no se desayune usted nunca con el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid. En España, como medida sanitaria para empezar el día con energía, como rezaba el anuncio de los cereales, lo mejor va a ser escuchar música clásica. Se hinca el diente en la primera tostada con la excelente noticia de que el expresidente de Bankia, el señor Blesa, se gastó, a costa de la entidad, 9.000 euros matando bichos en un safari y se termina con las declaraciones reticentes e irritadas de un consejero de Sanidad. Debería estar prohibido por la OMS exponerse a semejante material tóxico, no ya porque pone mal cuerpo, que también, sino porque tanta información que abunda en el desastre nacional contribuye a un sentimiento colectivo del que en España no andamos escasos: la histeria. La evidente incompetencia de quien tiene la responsabilidad en su mano en un caso tan crítico como éste contagia el miedo mucho más rápido que el virus, y eso es exactamente lo que están consiguiendo quienes deberían estar ahí protegiéndonos. Desayunarse con dicho consejero debería estar contraindicado por el propio consejero del ramo. Diez minutos el tipo asegurando que la culpa del ineficaz protocolo en torno al Ébola la tiene una enfermera.

Aun así, no, no creo que este país sea un desastre. Me molestan los funebrones que se pasan la vida recordándonos que ellos ya lo sabían. O los que experimentan una incontenible alegría en que todo vaya de puta pena y estemos abocados a no sé qué abismo. No. Ha habido ocasiones en momentos realmente críticos en las que hemos celebrado que las cosas se han hecho muy bien.

El cabreo que ha provocado la crisis ha desbordado la paciencia y se ha llegado al capítulo de la ira
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¿No nos acordamos ya? Ahí está cómo se actuó cuando las bombas de Atocha sembraron Madrid de muertos y de caos; ahí están los protocolos que se cumplen para que España sea uno de los países punteros en materia de trasplantes o, por señalar algo bien distinto, ahí tenemos el último caso resuelto por la Policía y la Guardia Civil en el que un pederasta ha sido detenido a una velocidad sorprendente. Quien se llene la boca afirmando que los servicios públicos, en general, en España son un auténtico desastre es que no sabe cómo se las gastan fuera. Cierto es que los implacables recortes pueden acabar con los recursos y la paciencia de los profesionales de la salud, pero de momento, los trabajadores se están portando admirablemente para suplir los medios que se les escatiman. No creo, pues, que nuestro país careciera de recursos para hacer frente a una persona, ¡una!, que trasladaron a un hospital madrileño contagiada por un virus del que si algo debería sorprendernos es cómo se ha mantenido aislado en África durante tanto tiempo.

Lo destacable en todo este asunto es la chapuza, la chapuza y una irresponsabilidad política que no se entiende teniendo en cuenta que los fallos más tarde o más temprano quedan a la vista de todo el mundo. ¿Por qué se hacen mal las cosas? Es inexplicable. Me niego a pensar que en un hospital de Estados Unidos un enfermo de ébola esté más seguro que en uno de Madrid. Extender esa idea, además, es hacer creer a la población que somos un país de riesgo. Aunque bien sé que esta teoría es la que está de moda.

No, no creo que este país sea un desastre

Nuestro país se ha caracterizado por haber estado cargado de paciencia. Se han demostrado paciencia y aplomo en los peores años del terrorismo, se ha sobrevivido a tiempos convulsos que parece que ya se nos han olvidado o que hemos sido incapaces de recordar a otros. Da la sensación de que el cabreo que ha provocado la crisis, sumado a que cada mañana hay que desayunarse con un responsable político que, para nuestro sonrojo, desvía su culpa o con la evidencia de que al mismo tiempo que se rescataba una caja de ahorros los ciudadanos estábamos, sin saberlo, pagando los lujos de unos cuantos sinvergüenzas, da la sensación, repito, de que todo esto ha acabado por desbordar la paciencia, y se ha llegado al capítulo de la ira. Y la ira conduce también a la falta de piedad. Se leen cosas que una no quisiera leer, en las redes o los medios, individuos rabiosos que escriben de “los curitas” a los que no debíamos haber rescatado. Palabras que son el espejo de lo más mezquino del ser humano: en los bares, acodados torvamente en la barra, o en las peluquerías, hay fulanos e individuas que maldicen el momento en que nos trajimos aquí a esos dos moribundos; que lo suyo, lo que predica su fe, dicen, es que los religiosos se pudran en solidaridad con los enfermos a los que han dado calor y cura durante años. La piedad se pierde, sí, la crueldad se contagia más rápido que cualquier virus, se oyen cosas que ensucian el alma y una se teme que estemos incubando una enfermedad tan grave como el ébola, que aún siendo temible no lo es menos que fuera el sida, en aquellos terribles años de los que nadie se acuerda en que se hacían chistes de poetas sidosos y de maricones a los que no querían tocar las enfermeras.

Queremos gozar de un mundo hiperconectado, pero que nada nos suceda, que nada nos altere ni nos manche. Queremos viajar por el mundo, pero que no viajen los virus. Es obvio que la chapuza política contribuye al aumento de la inhumanidad. Ha habido tiempos en la historia proclives al humor que hacía sangre. Mejor no recordar cuáles fueron.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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