La reducción de la pobreza mundial o las trampas al solitario
¿Por qué deberíamos creernos que la pobreza está retrocediendo en base a argumentos producidos por las instituciones responsables de combatirla?
Llevamos dos décadas de Objetivos del Milenio, que supuestamente nos habían de conducir a reducir el número de pobres del planeta a la mitad en 2015. Por el momento no hay valoraciones oficiales sobre el grado de consecución de esta meta, pero en un esfuerzo de optimismo (algunos pensarán que patológico) las instancias internacionales más implicadas en esta iniciativa, especialmente la ONU o el Banco Mundial, hace tiempo que vienen anunciando la buena nueva del advenimiento progresivo de un mundo sin pobreza, o en todo caso del éxito razonable de las políticas de reducción de la pobreza aplicadas hasta ahora, y de paso del sistema económico capitalista en el que se enmarcan.
Pero, ¿podemos fiarnos de los datos que al fin y al cabo producen los propios responsables de estas políticas? ¿Por qué deberíamos creernos que la pobreza está retrocediendo basándonos en argumentos producidos por las instituciones responsables de combatirla? ¿Es posible que estas tengan la condición de juez y de parte implicada, y que mantengan la imparcialidad? ¿Qué piensan sobre el abandono de su condición de pobres los supuestos beneficiarios, es decir, los teóricos expobres que poco a poco salen de la pobreza?
La respuesta es que no podemos fiarnos. Jason Hickel, profesor de la London School of Economics, explicaba hace unos días en un artículo —que ha pasado prácticamente desapercibido en nuestro país— cómo se están manipulando (¿conscientemente?) las cifras para pintarnos un mundo donde la capacidad de producción del capitalismo, combinada con un poco de buena voluntad por parte de las élites, está triunfando allí donde el resto han fracasado: acabar con la pobreza.
La realidad es terca, y hacer retroceder la desnutrición o universalizar el acceso a los servicios más básicos no es fácil, y menos sin un cambio de modelo. Ante esto, según Hickel, el Banco Mundial —y la campaña para los Objetivos del Milenio detrás— han optado por una vía alternativa. Si la cantidad de pobres no merma, entonces lo que hay que hacer es aumentar los requisitos necesarios para que una persona sea calificada de pobre. Y la estrategia ha funcionado.
El mecanismo es sencillo y se encuentra en el diseño del llamado IPL (International Poverty Line). Este indicador, creado en 1985, califica como pobres a aquellas personas que disponían de menos de 1,02 dólares al día. Este indicador ha sufrido revisiones (una por década, 1993 y 2008) y, de manera sorprendente, estas revisiones no se han sincronizado con la inflación, sino que han quedado por debajo. En precios reales, 1,25 dólares de 2008 (la versión actual del indicador) es menos dinero que el de 1,08 dólares de 1993, que a su vez ya eran menos dinero que 1,02 dólares de 1985. Así, con cada revisión del indicador, millones de personas han pasado a quedar por encima de la línea de pobreza sin que sus condiciones de vida material hayan sufrido ningún cambio en absoluto. En total, cerca de 400 millones de personas habrían salido de la pobreza por esta vía.
Independientemente de si el indicador es pertinente —limitar la pobreza a 1,25 dólares al día en países donde el coste de la vida es muy superior— da una idea desfigurada del alcance de la pobreza. Será necesario coger con pinzas las próximas celebraciones a propósito del logro parcial o total de las metas marcadas por los Objetivos del Milenio. Al fin y al cabo autoengañarnos en este tema no deja de ser una manera de hacernos trampas jugando al solitario.
Manel Rebordosa es técnico de proyectos de Arquitectos Sin Fronteras.
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