La morgue infinita
La dificultad de encontrar a un desaparecido en México se complica por la incompetencia administrativa y el colapso en los servicios forenses


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El caso de Julio César Cervantes ilustra bien el enorme problema de los desaparecidos en México, que se ha hecho bola hasta el punto de que las Administraciones se ven ya incapaces de digerirlo. El número de personas cuyo paradero se desconoce alcanza los 110.000 en todo el país y hay 70.000 cuerpos sin identificar en las morgues. Los servicios forenses, exhaustos, se revelan raquíticos para tanto cadáver. Mientras, una legión de madres buscadoras, indefensas y exhaustas también, sale cada día con sus picos y sus palas a escarbar en desiertos, basureros y cunetas, allá donde les guían las pistas. A veces vuelven a la hora de la cena sin nada y otras, como en el caso que contó Almudena Barragán el sábado pasado en este periódico, se encuentran que una institución llama a su puerta y revela de golpe un enorme desbarajuste institucional.
Julio César Cervantes desapareció en septiembre de 2021 y la policía halló su cadáver a principios de este año tirado en la calle. Y la historia no tuvo ahí su final. Las autoridades tardaron aún 10 meses en entregarlo a la familia para que fuera enterrado, porque, a pesar de haber una denuncia por desaparición, el cuerpo fue donado sin permiso de nadie a una facultad de medicina. El Instituto Nacional Electoral (INE) es quien posee el registro más exhaustivo de las huellas de cada mexicano y un funcionario de esta dependencia fue quien avisó a la madre. De no ser por esa llamada, otro nombre habría quedado en el enorme cementerio sin tumbas de los desaparecidos.
Julio César ya está enterrado, pero su caso, en lugar de traer sosiego a una familia, ha sembrado de pesar al colectivo de madres buscadoras, que ahora tienen más preguntas que hacerse. ¿Habrá más desaparecidos en las universidades mientras ellas arañan la tierra de diversos Estados? ¿Cuántos cuerpos con nombre y apellido conocidos estarán en las morgues sin identificación? ¿De qué sirve entregar pruebas de ADN si no se cotejan convenientemente cuando se halla un cadáver en cualquier parte? Las madres se saben muy solas en esta tarea de encontrar a los suyos, en ocasiones soportando los malos modales de las autoridades y en otras perdiendo la vida en el intento cuando los indicios les conducen a un enterramiento clandestino que alguien no quiere que salga a la luz. A todos esos fatales inconvenientes se suma la incompetencia administrativa.
Entrar a una morgue en México es una experiencia siniestra, incluso cuando la visita es anunciada. En lugares como Tijuana, por ejemplo, donde al trágico final de muchos migrantes que buscan la frontera estadounidense se añaden otros asesinatos del crimen organizado, los cadáveres se acumulan en las desangeladas estancias forenses entre gusanillos blancos que no se sabe si están en el suelo porque han caído del techo o de dónde provienen. Los cuerpos que no caben en las bandejas de acero se apilan por el piso en un revoltijo disparatado de miembros. El olor es penetrante aun con mascarillas. Los servicios forenses no dan abasto, pero las Administraciones se empeñan en discusiones bizantinas sobre el sistema más eficaz para contar a los desaparecidos, si son mil más o mil menos.
Muchos descansan bajo tierra mientras sus familias no encuentran descanso. Pero cuántos otros estarán en una bandeja helada de una morgue cualquiera, cuántos en una facultad de medicina. La búsqueda se complica. Escasean los picos, las palas y las pistas para dar con un hijo que puede estar en cualquier parte.
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