Cinco pruebas que indican que el 'brunch' ya ha muerto
Ir a tomar este vermú venido a más era la rutina más 'chic' de la modernidad. Ahora, ¿ha devenido en odioso símbolo de estatus?
“El mejor brunch es la comida de toda la vida”. Es la proclama del comando anti-brunch, que lleva años luchando contra este invento. Esta mezcla de desayuno y comida que a veces es demasiado de las dos cosas pero que generalmente sucede al contrario. Esta opción que durante años ha supuesto el plan más atractivo para miles de desocupados modernos los fines de semana y amantes del buffet libre. Para este colectivo no hay mayor verdad que la que reivindica las tres comidas diarias, o cinco ya puestos.Y no hay mejor noticia que oír que la guerra ha terminado, que han ganado ellos y que el brunch ya ha muerto. Que ha sucumbido a su condición de antipático símbolo de una clase desocupada, pudiente y sugestionable que puede permitirse el dinero que cuestan estas dos comidas simultáneas y el tiempo que requiere bajar sus calorías y su alcohol. Y es probable que se les pueda dar esta alegría. Solo hay unir estos acontecimientos recientes y sacar una conclusión:
1. Si un famoso quiere caer bien y parecer cercano, anuncia que odia el brunch
El último en incorporarse a la peculiar trinchera anti-brunch es el músico Julian Casablancas, exlíder de The Strokes, para quien pasar una velada en un restaurante entre huevos benedictinos es lo más parecido a la imagen del terror: “No sé a cuántas personas tomando brunch soy capaz de soportar una tarde de sábado”, declaraba en una entrevista reciente al ser preguntado sobre qué le ha hecho abandonar su querida Nueva York.
2. Hace años que perdió el apoyo de los que entienden
Casablancas no es el único que ha despreciado en público una de las costumbres gastronómicas por excelencia de La Gran Manzana, aunque su queja ha vuelto a poner encima de la mesa que la época dorada del brunch está llegando a su canto de cisne. Siempre vivirá en el recuerdo la memorable descripción hizo de esta comida el chef Anthony Bourdain: "Los menús del brunch son el patio de recreo del chef que quiere bajar costes; el vertedero de los restos de las cenas de todos los viernes y sábado (...) Los cocineros odian el brunch. El brunch es donde se castiga a los cocineros de segunda y donde el lavaplatos aprende sus primeras lecciones". O aquella vez en la que Mark Bittman, columnista gastronómico de The New York Times, resumió lo que eran todos estos menús en un tuit: bomba de grasas, los llamó, y aún le sobraron caracteres.
3. Hace meses que perdió el apoyo del resto
Cuando la popularidad del brunch empezó a flaquear a finales del año pasado, su respuesta fue la de todo organismo ante una infección: se hizo más grande. Así, nació el bottomless brunch (brunches sin fondo, es decir, buffet libre de alcohol y comida). ¿La reacción del mundo? Miles de listírculos sobre porqué hay que odiar el brunch.
4. Ha perdido todo sentido gastronómico
En The Guardian, que tampoco es ajeno a la situación, tratan de explicar cómo se ha llegado a este límite y aseguran que el gran problema de estas comidas de fin de semana es que han pasado de ser un desayuno tardío a convertirse en una suerte de maratón pantagruélica regada con vodka y zumo de arándanos. La masificación ha provocado que si antes los locales que servían brunch finalizaban el turno a las dos, dos y media del mediodía, ahora mantienen el servicio hasta las cuatro (o más tarde) y lo que en su día era una almuerzo excepcional para resacosos y perezosos es actualmente sinónimo de colas y único entretenimiento dominical para quizá demasiada gente. No es un cambio baladí: se ha modificado por completo el concepto y se ha transformado un ritual cool en lo opuesto, en algo tan global como el fast food.
5. Se ha convertido en la religión de los ociosos que se quieren sentir ocupados
La moda del brunch y la moda de retratarlo en redes sociales –¿hay un tópico mayor que un brunch en Instagram?– no dejan de ser síntoma del consumo indiscriminado de todo aquello que parezca moderno y de todo aquello que nos parezca que se asemeje a alto estatus económico. Al menos esa es la tesis que defiende el periodista y escritor canadiense Shawn Micallef en su reciente libro The Trouble with Brunch: Work, Class and the Pursuit of Leisure, donde evalúa “la devoción casi religiosa” de los actuales urbanitas con el brunch y donde analiza la ansiedad de estatus de la llamada “clase creativa”, la nueva clase acomodada, por autodefinirse a través de la práctica de, por ejemplo, el brunch. ¿Quien quiere un coche de lujo cuando puede aparentar estar viviendo la experiencia de su vida degustando los manjares más exquisitos de La Gran Manzana? De hecho, el principal argumento de Micallef para su análisis sociológico reside, en pocas líneas, precisamente en esa idea: en que el brunch ofrece al mismo tiempo la ilusión de disfrutar de productos más o menos exclusivos y la ilusión de tener tiempo libre y justo en un momento en que la frontera entre ocio y trabajo, apariencia y esencia, es cada vez más fina.
Sea como fuere, las tesis de Micallef echan gasolina al ánimo de la camadilla anti-brunch que va en aumento a ambos lados del Atlántico. Y también parecen dar la razón a quienes preconizan a favor del slow food y de las sobremesas dominicales de toda la vida. Cuál sera el ritual de fin de semana que sobreviva a las modas es aún un misterio, si el acompañado de vino tinto o de un Bloody Mary, pero lo único que parece claro es que ya poco tiene que ver con sus orígenes en el Reino Unido finisecular.
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