¡Ah, Watson!
A diferencia de la mayoría de mis conocidos, que reservan para el ocio del verano las lecturas enjundiosas, e incluso se sumergen en las densas aguas de algún clásico, yo aprovecho la dispersión de estos meses para hacer relecturas diversas y desordenadas, sin nostalgia ni rigor, pero con mucho contentamiento. En este aspecto al menos, mi memoria no me juega malas pasadas y en la revisión de viejos libros encuentro pocas sorpresas, pero no me faltan pequeños descubrimientos. Este año he tomado conciencia de un arquetipo al que he bautizado El intermediario tranquilo.
Los aficionados a las historias de misterio debemos muchas invenciones a Edgar Allan Poe. No es la más obvia, pero tampoco la menor ni la menos grata, la del citado intermediario tranquilo, un personaje que posteriormente había de tener muchos sucesores, algunos muy ilustres. En tiempos de Poe, en la edad de oro del género, por así decir, el protagonista de las historias de misterio solía ser un personaje de extraordinaria inteligencia y perspicacia, pero también un tipo atrabiliario, maniático, de carácter desabrido, por lo que mal podía relatar sus propias andanzas, cuando los repliegues de su carácter, unido a lo que sabía y lo que ocultaba, eran justamente los elementos esenciales del relato. Tampoco podía contarnos la historia un narrador omnisciente, puesto que la ignorancia de muchos datos y su gradual descubrimiento era parte esencial del juego. Hacía falta, pues, un narrador externo que fuera avanzando por las sucesivas etapas de la trama al mismo tiempo que el lector. Ya he mencionado la ingenuidad de este personaje, a menudo excesiva. Ahora toca hablar de su buen carácter.
El escarabajo de oro, célebre cuento de Poe, nos es referido por un narrador anónimo que conoce al verdadero protagonista del cuento. Este es, efectivamente, un hombre arisco y solitario, que vive en una cabaña en compañía de un criado negro al que parece tratar a puntapiés. El narrador visita de cuando en cuando este inhóspito hogar sin que se sepa muy bien por qué. Un día llega y el otro lo despide con cajas destempladas. El narrador no se inmuta y emprende la retirada. Al cabo de unas semanas el criado negro va en su busca. El amo lo necesita. El narrador acude de inmediato. Ni guarda rencor ni hace preguntas. Es consciente de su papel de intermediario y sabe que sus emociones serían una intromisión. A partir de aquí, se limitará a acompañar al protagonista en lo que parece ser un recorrido demencial, soportará sus exabruptos y hará cuanto se le pida. Todo ello mientras toma nota de cada acción y cada frase con escrupulosa precisión. El modelo se sublima en el más célebre compañero de aventuras, el doctor John H. Watson, que, con auténtico espíritu de sacrificio, acepta degradarse a los ojos del lector. Al inicio de sus andanzas es un joven médico atrapado en el sangriento y perenne conflicto de Afganistán. Herido y aquejado de fiebres regresa a Londres y el azar le lleva a compartir piso con Sherlock Holmes. Al principio se comporta como una persona aguerrida. Luego se va convirtiendo en un hombre maduro, acomodaticio, obtuso, la contrafigura, en suma, del héroe, a cuya gloria se consagra y del que recibe un trato condescendiente, incluido el tono paternalista y el humillante calificativo de “mi querido Watson”.
Así los reencuentro hoy, muchos años después de haber vibrado con sus relatos, intermediarios tranquilos, inmunes al escarmiento, de camino a casa de un amigo raro con el propósito de pasar una velada tranquila, sin sospechar que allí, indefectiblemente, les espera una aventura extraña, trepidante e inverosímil. Y aunque no sé si me identifico con ellos, sí sé que saboreo más estos breves y confiados recorridos que las proezas de sus petulantes compañeros, los siniestros pasos en la niebla y las emboscadas en oscuros callejones. Ah, Watson, llega usted en el momento adecuado. Precisamente acaban de encomendarme un caso que sin duda será de su interés.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.