El yo
Todos, sin excepción, le daban la espalda al sol, lo veían en la pantalla de sus teléfonos mientras se hacían un selfie
Hace unos días, en una hermosa playa californiana, me detuve a contemplar la puesta de sol. El espectáculo era fastuoso. El sol desaparecía detrás de una montaña envuelto en un estridente resplandor rojo y anaranjado. Conmovido por aquel espectáculo, busqué la complicidad de mis congéneres, de las personas que compartían conmigo, de manera estrictamente accidental, aquel momento glorioso que nos regalaba la naturaleza, y lo que vi me dejó helado: todos, sin excepción, le daban la espalda al sol, lo veían en la pantalla de sus teléfonos mientras se hacían un selfie. Había quien se hacía la foto en solitario, o el selfie de pareja: las dos caras y al fondo la puesta de sol.
Pero también había selfies grupales de cuatro o cinco caras en los que la puesta de sol, que era presumiblemente el motivo de la fotografía, ya ni se veía. El fenómeno era bochornoso, pero sumamente ilustrativo: una vez hecho el selfie, la gente en esa playa seguía de espaldas al sol, comprobando en la pantalla de sus teléfonos la calidad del autorretrato que acababan de hacerse, y subiéndolo inmediatamente a Instagram, o a Twitter o a Facebook. Lo importante ya no es registrar el momento en una foto, como se hacía en el siglo XX, sino quedar registrados como la parte estelar de ese momento, decirle al grupo que nos sigue en la red social: “Estoy aquí”. O para ser más precisos: estoy aquí, y tú no. Frente a este panorama el hombre, casi siempre japonés, que no paraba de hacer fotografías en los sitios turísticos y que tanta gracia nos hacía, queda como un verdadero romántico. Queda como un ingenuo que se creía que las fotos servían para fijar un recuerdo, y no para exaltar, con descaro y a mansalva, el yo.
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