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Columna
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Zarzagán

La educación, además de para no agredir a nuestros semejantes a las primeras de cambio, debería servir para que nos acostumbráramos a no opinar según pautas y consignas

Escuadrones de chicas con shorts y largas melenas recorren las capitales y cualquier pueblo, pongamos por caso, de la sierra de Jaén. Al paisaje le ocurre algo similar. Allí, en Jaén, en otro tiempo había trigales y dehesas con ganado bravo. Ahora casi tan sólo hay olivos. Como soldados en orden de revista. Extensiones interminables cortadas por el mismo patrón. Y a cuántas opiniones no les sucede otro tanto. He aquí una frase que oigo a menudo: si gobernáramos las mujeres todo iría mejor… Algo sobradamente refutado desde los tiempos de Cleopatra. O al contrario: eso es cosa de hombres… Como si ciertas virtudes pudieran ser patrimonio de uno de los sexos, de una determinada tendencia política o una raza. La educación, además de para no agredir a nuestros semejantes a las primeras de cambio, debería servir para que nos acostumbráramos a no opinar según pautas y consignas. A razonar, desterrando prejuicios. Por lo demás, una mujer no tendría por qué identificarse más con su vecina de enfrente que con un chino que viva en Jaén. Debería hacerlo con cualquier ser humano, que nace, sufre y un día muere. Y sus ideas tampoco tienen por qué parecerse a las de otra mujer, pues no pensamos con el bazo o el riñón, que funcionan de una manera mecánica, sino con un órgano más complejo, sometido a cambios constantes. Gracias a lo que leemos, vemos, escuchamos. A la reflexión y la autocrítica. Un órgano en el que anida el espíritu y que se puede entrenar para adquirir una voz única, un hálito con el que enriquecer el coro del que formamos parte. ¿Y los olivares? Preciosos. Cuando esas hojas se ponen a temblar, como campanitas, con la más ligera brisa o al compás del zarzagán, la tierra entera se convierte en un inmenso traje de luces.

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