En los días del gran engaño
Culto, leído, dotado para la retórica, dueño de voluntades, Pujol ha sido el constructor de un gran relato, fuente de legitimación de un poder absoluto que ha resultado estar operando a la manera de clanes y mafias
De Pujol se podrá pensar que ha sido un mal banquero, que es de la derecha camuflada o que es feo, pero nadie, absolutamente nadie en Cataluña, sea del credo que sea, puede llegar a la más leve sombra de sospecha de que sea un ladrón”. No, esto no lo dijo ningún paniaguado de Pujol ni ningún beneficiario de alguna concesión al 3%; esto lo escribió Manuel Vázquez Montalbán para expresar la mezcla de estupor e indignación que le produjo la querella interpuesta en mayo de 1984 por la Fiscalía del Estado contra Jordi Pujol y otros 24 consejeros de Banca Catalana por apropiación indebida y falsedad en documento mercantil. Recordaba Vázquez Montalbán la “pobreza semántica del lenguaje judicial” y comparaba la querella firmada por los fiscales Jiménez Villarejo y Mena con los procesos por “rebelión militar por equiparación” sufridos durante el franquismo por quienes, como él, habían sido víctimas del lenguaje judicial. Víctima también de la persecución franquista, Pujol sufría de nuevo los efectos de la jerga del Poder Judicial que pretendía engañar a las masas para convencerlas de que aquel señor al que acababan de votar mayoritariamente era un ladrón.
Sostenía Vázquez Montalbán que, con la acusación de apropiación indebida, o sea, llamar ladrón a Pujol en un lenguaje tecnocrático “que puede sonar a descarga de ley de fugas”, una de dos, o se quería provocar un conflicto nacionalista de fondo, o se actuaba “desde una prepotencia de señoritos tecnócratas con más teléfonos que cerebro” (EL PAÍS, 29-5-1984). Algo similar se desprendía de la pregunta que al mismo Pujol formulaba Josep Ramoneda en una entrevista para La Vanguardia (28-5-1984) cuando le sugería que la querella interpuesta por la fiscalía revelaba, “una vez más, la incapacidad de Madrid para pensar y articular un modelo de Estado en el que realmente quepamos todos”. Interponer la querella era, de acuerdo ahora con Miquel Roca en su respuesta a María Mérida para Abc (28-5-1984), “un proceso a la burguesía catalana” planeado por alguien que “quiere desestabilizar Cataluña, pero no lo conseguirá”. La burguesía es elemento fundamental en la contextura social de Cataluña, añadía Roca, y poco le gusta que alguien se dedique a poner “bastones en las ruedas”.
Corría el mes de mayo de 1984 y nadie en Cataluña se acordaba de que Joaquim Molins i Amat, portavoz del grupo Minoría Catalana en el Congreso de diputados, había manifestado en una sesión de la Comisión de Economía, Comercio y Hacienda celebrada en junio del año anterior, su pleno acuerdo, y el de su grupo, con el impecable informe presentado por Miguel Boyer sobre la crisis de Banca Catalana: las causas de la quiebra, las primeras y fallidas propuestas de compra por entidades financieras catalanas de modo que se salvara su “catalanidad”, la negativa del Gobierno a ejercer su derecho de tanteo, y en fin, su compra por un pool de bancos tras su saneamiento por el Banco de España y el Fondo de Garantías de Depósitos.
La querella contra Banca Catalana de 1984 se presentó como un ataque a Cataluña
Pero había pasado un año de todo aquello y ¿quién, sino un Gobierno formado por tecnócratas con más teléfonos que cerebro, incapaz de concebir un modelo de Estado en el que cupiéramos todos, y enemigo de la burguesía catalana, podía acusar de un delito de apropiación indebida a un político que acababa de conquistar la mayoría absoluta en el Parlament de Catalunya? ¿Pujol y los 24 consejeros, culpables de una contabilidad falsa y beneficiarios de la caja B de Banca Catalana cuando ya de su agujero no se veía el fondo? Imposible. Y así, sin leer la querella, se dio por seguro que los fiscales no actuaban más que como instrumentos al servicio de una sucia iniciativa del Gobierno de Madrid contra Cataluña o, como sentenció Ramon Pi desde La Vanguardia (20-5-1984), “una operación política subterránea revestida de legalidad formal y con poco creíbles pretensiones de imparcialidad fiscal”.
El inmediato uso político de las reacciones publicadas ante la querella transformó a Jordi Pujol de político perseguido por la justicia en depositario de un poder sin trabas. En esos días de incredulidad, asombro y denuncia, Pujol vivió la singular experiencia de disponer, no ya de hegemonía, sino de todo el poder, primero, cuando la Audiencia Territorial de Barcelona se declaró incompetente para dar curso a la querella, decisión premonitoria de las que vendrían dos años después, con jueces en fuga, que ni querían ver los papeles de los fiscales; luego, cuando comprobó la desorientación y el encogimiento de espíritu o, más bien, la entrega interior que la querella había provocado en las filas de los socialistas catalanes, insultados y agredidos en las calles; en fin, cuando, identificando su persecución con la secular humillación catalana a manos de España, definió, entre ovaciones de unos y silencios de otros, la querella como un “ataque a Cataluña”, culminación de un designio de asfixiarla económicamente. Fue entonces cuando recordó en el Parlament que “Catalunya té força; en té perquè en té i perquè es forta Catalunya té força, i avui té més força que fa un temps”, para recibir de inmediato la aclamación de la multitud congregada en la plaza de Sant Jaume, gritando: “Obiols, cabrón, som una nació” y “Felipe, Guerra, atacan nuestra tierra”. Un Jordi Pujol, poseído de esa emoción que solo se siente en la llegada a la cima del poder recordaba a la multitud (75.000 según la Guardia Urbana, 300.000, medio millón, qué mas da, según los convocantes) que Cataluña era una nación, era un pueblo y “con un pueblo no se juega. A partir de ahora, cuando alguien hable de ética y de moral, hablaremos nosotros”.
Hasta Pasqual Maragall, su adversario político, hubo de tragarse su célebre tres por ciento
La querella se había presentado contra 25 consejeros o exconsejeros de Banca Catalana, pero eso era solo una apariencia, eso no era la verdad, sino una aplicación subrepticia de la ley de fugas contra una burguesía, una nación, una tierra o, como lo dirá Pujol, “una hábil y poco limpia jugada del Gobierno central contra Cataluña”. Y como la verdad no es un valor que se cotice en la bolsa del poder, Pujol se construyó a sí mismo como protagonista de aquel cuento, que tanto le gustará repetir, del jovencito que cae en manos de una banda de asesinos en el desierto y que recupera su dignidad, su fortaleza interior, cuando se encuentra a sí mismo dentro del hoyo que han cavado para él. Así ha ocurrido con Cataluña, perdida, derrotada, y ahora fuerte, con esa fortaleza que solo procede de la moral y la ética; y así ha ocurrido con él, perseguido, acusado vilmente con el único propósito de destruirlo, y ahora aclamado, fortalecido.
Treinta años después de aquellas emociones, y conocida al fin la verdad del cuento, muchos lloran, otros se indignan y no faltan quienes celebren la caída de un mito. ¿Un mito? No, Pujol no ha sido nunca un mito. Culto, leído, bien dotado para la retórica, dueño de voluntades, Pujol ha sido el fabulador de un gran engaño, el constructor de un gran relato, fuente de legitimación de un poder absoluto que ha resultado ser un poder operando a la manera de clanes y mafias. Hasta su más pertinaz adversario político, Pasqual Maragall, hubo de tragarse su célebre 3% cuando en un arrebato perdió el control de lo indecible en el Parlament de Catalunya. Desde mayo de 1984, todo se confabuló para que el gran relato construido por Jordi Pujol continuara alimentando la política catalana, incluso cuando el emperador emprendió el camino de retirada.
Escribió Gracián en El político don Fernando el Católico que los emperadores romanos “socorrían su cansada vejez con ir introduciendo en césares sus hijos, y, cuando no los hallaban en la naturaleza, los buscaban en la adopción”. Con varios de sus hijos presuntamente dedicados a lubricar el flujo de apropiaciones indebidas y de documentos falsos, Jordi Pujol adoptó como heredero a su leal servidor Artur Mas, que se ha presentado como su hijo político. Pero entre los escombros del gran engaño sobre el que Pujol construyó su imperio y ante la farsa patética de su confesión ¿podrá el heredero mantenerse ni un día más en el poder como un valeroso Trajano tras el sabio Nerva?
Santos Juliá es profesor emérito de la UNED.
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