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EL PULSO
Columna
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Voluntarios de Alá para la guerra iraquí

Cerca de 600 euros al mes cobran, según lo prometido, los que protegen el perímetro de Bagdad y contraatacan en el noroeste

Óscar Gutiérrez Garrido
Un grupo de voluntarios chiíes en Bagdag.
Un grupo de voluntarios chiíes en Bagdag.Haidar Mohammed (Ali/AFP/Getty)

La madre de Bassim, tocada con un pañuelo, aparece en la habitación con una sonrisa de orgullo imborrable durante la conversación. Su hijo, de 22 años, formado en la enseñanza como ella, es uno de los miles de voluntarios iraquíes de la guerra a los yihadistas del Estado Islámico (EI). Bassim no ha aparecido aún. Su madre habla de él, de por qué marcha al frente. “Ha decidido ir”, dice, “porque escuchó el llamamiento del ayatolá Alí al Sistani”, en referencia a la fatua (edicto) promulgada por el líder religioso chií. La profesora cree que es su deber y por eso le animó a alistarse. ¿Sabe que puede morir? “No temo que muera”, contesta, “y si lo hace, lo hará como un shahid [mártir]”. Bassim, de fina barba cuidada, perfumado, con pantalón de chándal y camiseta de camuflaje, entra en el salón. Un familiar le trae un rifle Kaláshnikov para que lo sostenga.

Su mirada es de adolescente. Parece desorientado, como si no fuera con él. No sonríe; pronuncia monosílabos y observa a su madre. Explica que lleva 20 días de entrenamiento en un cuartel de Bagdad; que el Ejército le ha dado el fusil para que esté listo, y que no tiene miedo. “Lo hago en defensa de mi patria y de mi religión”, asegura. ¿Sabe contra quién lucha? “Sí, contra terroristas”. Le dijeron que cobraría algo, aunque no sabe ni cuánto ni cuándo. Su madre posa ante la cámara con la cabeza alta. Bassim carga el rifle en segundo plano, con la mirada en ocasiones perdida.

Cerca de 600 euros al mes cobran, según lo prometido, los voluntarios que protegen el perímetro de Bagdad y contraatacan en el noroeste. Galip Talib, uno de ellos, se lo sabe al dedillo. No es un adolescente. Supera los 40 años y es jefe de la tribu Al Ahmedaui, con presencia al sur de Bagdad. La guerra le puede costar la vida. “Por la patria”, señala risueño, “ofrecemos todo, incluso la vida; ya pensaba alistarme antes de la fatua”. Pero él no combate, a diferencia de su hermano, enviado al frente de Samarra, vital para que los yihadistas no alcancen la capital iraquí.

Todo el miedo de Bassim contrasta con la actitud de Talib, que tiene tres hijos. Juegan alrededor del Kaláshnikov con el que su padre nos ha recibido. Está contento de hacer lo que hace: va y vuelve cada día al cuartel de Taji, donde entrena a otros voluntarios. ¿Y si muriera? “El Ejército tiene los derechos del shahid”, explica con gesto serio, “dan un pedazo de tierra a la familia, una indemnización de 9.600 euros y una pensión de otros 300”. ¿Por qué lo hace? “Defender a mi país es un deber sagrado”.

A las afueras de Bagdad, en el barrio de Shualé, camiones del Ejército se mezclan con uniformados y hombres de paisano junto a media docena de cacerolas a fuego lento. Remueven con fuerza los guisos de arroz, judías, cordero… Es la cocina de trinchera. “La fatua de Al Sistani fue una orden”, apunta Abu Muqtader, de 55 años, “y tenemos que obedecer”. Muqtader mueve a una treintena de voluntarios de la Fundación Imán Sadif. Se nutren de donaciones privadas de barrios bagdadíes. Es hora de cargar los vehículos. “A veces combato y otras llevo comida”, dice el soldado Said Alí, bigotudo de 45 años. Al poco llega el cabo de primera Sadam Ahmed, de 40 años. Viene a por comida desde una zona de combates en el este. ¿Para quién? “Para 500 militares y otros 300 voluntarios”, dice, “ellos son nuestra fuerza de apoyo”.

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Sobre la firma

Óscar Gutiérrez Garrido
Periodista de la sección Internacional desde 2011. Está especializado en temas relacionados con terrorismo yihadista y conflicto. Coordina la información sobre el continente africano y tiene siempre un ojo en Oriente Próximo. Es licenciado en Periodismo y máster en Relaciones Internacionales

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