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PALOS DE CIEGO
Columna
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Crónica de un artículo malogrado

Ser contemporáneo de Nadal es una bendición de la que pocos de los que amamos el tenis nos sentimos del todo dignos

Javier Cercas
Pablo Amargo

En realidad, yo ya tenía mentalmente escrito el artículo. Un artículo sobre Rafa Nadal. ¿Otro? Otro. Y agradezcan al cielo que no les inflija uno al mes. Porque ser contemporáneo de Nadal es una bendición de la que sospecho que pocos de los que amamos el tenis nos sentimos del todo dignos. Así que hay que agradecerlo. Y, para un articulista, ¿qué menos que dedicarle un miserable artículo al año?

El artículo se me ocurrió a principios de junio, cuando Rafa ganó su noveno Roland Garros. En esta ocasión se lo ganó a Novak Djokovic, su némesis, el hombre fabricado para ganarle igual que Rafa se fabricó a sí mismo para ganar a Roger Federer, quizá el mejor tenista de la historia. Pues bien, dos días después de su novena victoria en París –la que le coloca a sólo tres del récord absoluto de victorias en torneos del Grand Slam, que posee el propio Federer–, Juan José Mateo publicaba en este periódico una entrevista, épicamente titulada “Prefiero morir siendo valiente”, en la que Rafa hacía una confesión: en 2009, cuando Federer ganó Roland Garros después de años intentándolo en vano, él se echó a llorar. “Dios santo”, pensé por enésima vez, “¡qué grande es Rafa!”. Pensé una vez más que, después de la desaparición del western de Hollywood, el deporte es lo más parecido a la épica que tolera nuestro tiempo antiépico. Pensé que la rivalidad en la pista entre Rafa y Federer es lo más cercano que hemos visto a la rivalidad entre Héctor y Aquiles a las puertas de Troya. Pensé que el llanto de Rafa por la victoria de su eterno rival es tan conmovedor como el “llanto militar” de un poema de Quevedo que tanto emocionaba a Borges, porque en él reconocía el sabor inconfundible de la épica, donde los héroes lloran sin vergüenza, igual que Rafa. Y entonces me acordé de un artículo de Hugo Hiriart donde, después de recordar la fascinación que nos producen los desmayos de las damas de otro tiempo, “damas de corset”, afirma: “Con la ausencia en este lamentable siglo de esta súbita e inexplicable facultad de caer privadas de sentido, las mujeres han perdido gran parte de su atractivo”. Pensé que Hiriart tenía toda la razón y me pregunté si los hombres no habremos perdido gran parte de nuestro atractivo al prohibirnos llorar en público, como hacían los héroes homéricos, si no habremos perdido gran parte de nuestra decencia y no habremos precipitado la crisis general de Occidente obligándonos a llorar a escondidas, como cobardes, en la consulta del psicoanalista. Y entonces recordé un pasaje del Áyax de Sófocles –un pasaje que cita a veces Alberto Manguel, quien aprendió directamente de Borges el gusto por la épica– y creí comprender por qué nos emociona la emoción de Rafa ante la victoria de Federer. Feliz, Atenea le dice a su protegido Ulises que Áyax, su enemigo, ha sido maldecido y sufrirá desgracias interminables. “Ese desafortunado hombre bien puede ser mi enemigo”, dice entonces Ulises, “y sin embargo me compadezco de él cuando lo veo agobiado por los infortunios. En realidad, mis pensamientos se vuelven más hacia mí que hacia él, puesto que me doy cuenta claramente de que todos nosotros, los que vivimos sobre esta tierra, no somos más que fantasmas o sombras incorpóreas”. Las palabras de Ulises nos conmueven porque dotan al héroe griego de una nobleza muy superior a la de la sabia y sanguinaria Atenea, y al recordarlas creí comprender que la compasión de Ulises por la desgracia de Áyax equivalía a la alegría de Rafa por la victoria de Federer, y que Rafa no sólo lloraba por su rival, porque nadie mejor que él sabía cuánto se merecía esa victoria; también lloraba por sí mismo.

No lloraba porque hubiera ganado Federer, sino porque no había ganado él

Así terminaba mi artículo sobre Rafa. Muy satisfecho, se lo conté a un amigo que ama el tenis tanto como yo, o casi; cuando acabé de contárselo opinó: “Bobadas. Es verdad que Rafa lloraba por sí mismo, pero no porque se viese reflejado en Federer, sino porque aquel año Soderling le había eliminado a él, en octavos si no recuerdo mal, y le había dejado el camino libre a Federer. No lloraba porque hubiera ganado Federer, sino porque no había ganado él. No lloraba de alegría, sino de tristeza. Rafa es una bestia. Un caníbal. Por eso es Rafa. ¿Sí o no?”. No dije ni que sí ni que no, pero decidí olvidar aquel artículo y escribir otro: éste.

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