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DON DE GENTES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Si no es mucho pedir

En defensa de la “multitudofobia” o el rechazo a cualquier acto que agrupe multitudes

Elvira Lindo

Fue llegar a Lisboa y encontrarme en el barrio de Graça con una pareja de amigos gays. El día del Orgullo. El día en que Conchita, esa dama de barba pintada que ganó Eurovisión, inauguraba la cosa en Chueca. La tarde misma en que dos millones de personas saludaban desde sus carrozas o aplaudían a los que marchaban en carrozas. He de confesarlo: a mí las carrozas me gustan regular. Las carrozas en general, sin entrar en la condición sexual de quienes viajan en ellas. Las he evitado desde unos tiempos que me atrevería a calificar de inmemoriales, en aquellos años en que, si hubiera sido buena madre, ay, habría tenido que llevar al niño a la Cabalgata. Como en tantas otras cosas, delegué. “Ahora es tarde, señora”. Pero en algún manual de auto-ayuda he leído que una de las grandes muestras de inteligencia consiste en delegar. Si así fuera, yo me definiría como una de las grandes inteligencias de nuestro tiempo, porque servidora, en materia de celebraciones, ha sido una virtuosa de la delegación. Confié en terceros para llevar a los niños al parque de atracciones, a la iluminación navideña, a Cortilandia. Pero no sólo en mi papel de madre dejé mi responsabilidad en manos de otros: hace años, y no miento, llegué a acariciar la insensata idea de delegar mi firma en la caseta de la feria del libro. Sí, sí, alguien que fuera allí y que muy profesionalmente estampara mi rúbrica con un tampón o algo así; lástima que, poco a poco, la realidad se haya impuesto, y gracias a la crisis económica, a la de la cultura en general, gracias a Montoro, y gracias, por qué ignorarlos, a los lectores piratillas, se va haciendo más innecesario tener un doble. Para qué, si los originales sobramos. Acabaremos paseando entre las casetas como almas en pena, ofreciendo nuestra firma como hacía aquella vieja que se iba a la puerta de los cines a ofrecer poemas de amor a cambio de la voluntad.

No me gustan las masas. No me gustan ni en pintura. Comprendo que las manifestaciones públicas son necesarias, pero tanta es mi aversión al amontonamiento que estoy pensando en presentarme en la solapa de mi próximo libro como aquella adolescente que, aun habiendo podido, no quiso ir al concierto de los Rolling Stones en 1982. No es misantropía, porque me gusta la cercanía de la gente; ni sociopatía, dado que no siento ningún tipo de aversión social. Yo lo calificaría de “multitudofobia”, un rechazo a cualquier acto público que conlleve el concurso de una gran número de seres humanos. Estos días pasados han sido realmente críticos para una multitudofóbica como yo. El Orgullo en Madrid, los Sanfermines (en Pamplona, claro) y esto del Mundial de fútbol, que aunque ocurre en Brasil, la gente está empeñada en celebrarlo en todas partes. Con lo del mundial, la verdad, me he considerado afortunada: la noche en que le dieron la paliza a España yo había salido a cenar y me temía lo peor: gente feliz celebrándolo a lo bonzo; pero el destino quiso que los hinchas se tuvieran que ir a casa pesarosos y en silencio. En cuanto a la otra noche, la paliza que le dieron a Brasil me tocó en Lisboa, y aunque los portugueses, hermanos de los brasileiros, son educados hasta para el hooliganismo, enmudecieron y en algunos bares se mascaba la tragedia. Todo era silencio, ni para fados estaban. A mí, ese silencio de la derrota futbolera me hace una con el cosmos, me enardece el alma, me inspira. Podría regalarles una frasecilla de corrección política, algo así como, lo siento por los aficionados. Pero no. Yo he venido a este mundo a molestar. Por lo demás, cabe pensar que lo de los Sanfermines no me afecta, que la celebración bárbara, el alcoholazo callejero, la diversión a cuenta de los pobres animales, o los incontados casos de abusos a los que se somete a las chicas me podrían resbalar, dado que suceden lejos de donde yo me encuentro, pero, caray, me perturban. Mi multitudofobia en este caso en concreto me impide hasta verlo por la televisión. Puedo resumirlo diciendo que todo aquello que a Hemingway le divertía, le inspiraba o le atraía, a mí me desagrada: la fiesta, la multitud y la guerra.

Pero empecé por el Orgullo. Por esa parejilla gay que encontré en Lisboa, ¿huyendo? Puede ser. Yo lo celebro, en el sentido de que siempre es saludable huir de lo que se espera de uno. Estos días del Orgullo leí en alguna parte que lo que los heterosexuales quisiéramos, en el fondo de nuestro corazón, es que los gays se normalizaran, que vistieran como señores y señoras, que fueran fieles, que no hicieran el marica, que no tuvieran pluma, que ellos no fueran nenazas ni ellas machirulos, que fueran discretos, que tuvieran un amaneramiento elegante. O sea, venía a decir ese artículo que cuando un heterosexual muestra su solidaridad con el mundo gay lo que realmente quiere es normalizarlo y asimilarlo al resto para que no sea chocante ni perturbador. Pues mire usted, va a ser que no. Que miles de personas se suban en carrozas y muevan culos y tetas al ritmo de la música, que los bares hagan su agosto en julio, que los hoteles lo peten y que a toda esta fiesta se le estampe el sello de la reivindicación me parece estupendo. Pero ¿podría yo expresar mi alegría o mi solidaridad de otra manera? Si no es mucho pedir…

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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