Tú construye, que nosotros ensuciamos las paredes
Bajo la máxima de ‘no mirar atrás’, el arquitecto Josep L. Mateo ha ido dejando su sutil huella por los barrios de Barcelona
Josep Lluís Mateo, arquitecto desde hace 40 años, recorre las entrañas de su edificio, la Filmoteca de Catalunya, en el barrio barcelonés del Raval. “Construir un edificio como este exige siete u ocho años de trabajo. Y si lo piensas, es una idea sencilla, casi primitiva: un par de enormes muros estructurales rellenos de hormigón”.
Fiel a su idea de que los edificios dejan de pertenecerte en cuanto los acabas, Mateo llevaba meses sin visitar la que es una de sus últimas obras acabadas. Hoy se ha llevado una sorpresa agradable: la cuarta pared, la que en el cine corresponde a la cámara y al público y muy rara vez se muestra, ya está completa. “La concebí como un espacio vacío, una especie de porche, y por fin se ha abierto el bar que debía complementarla”. Además, este bar es un espacio muy de su gusto: “Me encantan las jaulas de pájaros, las mesas y sillas hechas de piezas de madera reciclada. Tiene el punto caótico y canalla imprescindible en un barrio como este”.
Para Mateo, que concibe la arquitectura como el arte de “intervenir en un entorno intentando mejorarlo o, al menos, no empeorarlo”, construir en el Raval implicaba una enorme responsabilidad: “Hablamos de un barrio degradado, con problemas sociales y profundas cicatrices urbanísticas, muy necesitado de buena arquitectura. Pero al mismo tiempo se trata de un entorno urbano con personalidad y con arraigo, con una tradición que debes conocer y respetar. No puedes plantar aquí un edificio de firma que sea una especie de orgulloso alienígena, tienes que dialogar con el resto del barrio desde la reflexión y el respeto”. Mientras concebía el proyecto, tuvo muy presentes “el simbolismo francés, los ladrones de Jean Genet, los bares decadentes en que se vendía absenta, la prostitución, las fotos de gente del barrio que hizo Joan Colom en los años cincuenta y sesenta o el estupendo documental En construcción, de José Luis Guerín: todo eso forma parte de la esencia del barrio, y quiero creer que está también en mi edificio, aunque sea de manera subliminal”.
Mateo se formó en una época en que “en la universidad se respiraba un idealismo visceral, como si todo estuviese por hacer y la arquitectura tuviese el don supremo de transformar el mundo”. Con los años, le ha tocado sufrir “el rechazo demagógico a la arquitectura contemporánea, en ciudades como Barcelona, que a veces parece instalada en la cultura del no, como si seguir transformando la ciudad fuese traicionar su esencia o un lujo innecesario, cuando no es más que el deber que tiene toda generación de seguir construyendo para dejar su propia huella”. Él lleva dejándola desde 1974. En ese tiempo, ha desparramado por el mundo una larga lista de edificios “más o menos singulares”, siempre ambiciosos, siempre con intención y vocación de estilo. Desde la sede del Bundesbank en Chemnitz (Alemania) hasta su conjunto de 26 viviendas en la isla de Borneo (Ámsterdam) pasando por su triple contribución al recinto del Fórum de Barcelona: el Centro de Convenciones, el hotel AC y la torres de oficionas CZF. Ahora mismo, está construyendo en Niza, en Burdeos, a orillas del río Adour o en la fachada marítima de Beirut.
Mateo considera que “ser arquitecto exige un punto de arrogancia delirante, porque sin él es difícil hacer algo que valga la pena”, pero también el punto de “humildad franciscana” del que es sensible a lo que él llama melancolía del constructor: “Los constructores somos una tribu nómada que llega a un lugar, se instala en sus barracas, hace su trabajo y se va”, dejando a su paso “un armatoste al que han dedicado sus esfuerzos, pero que ya no les pertenece”. La gente que se queda, los de la tribu sedentaria para la que construyen, se apropian de la obra. La usan, la disfrutan, y esta empieza a degenerar sin remedio. “De ahí la melancolía”, explica Mateo, “y la principal razón por la que prefiero no seguir la evolución de mis edificios. Prefiero recordar el instante en que la idea etérea se convierte en algo sólido. Es un instante lleno de vitalidad y energía. Luego, que degeneren es ley de vida. La materia se transforma, pero no resiste a la entropía, que es una ley universal. Yo dejo mi residuo sólido, y el tiempo se encarga de destruirlo”.
Pese a todo, en esta lluviosa mañana en que Mateo pasea por sus entrañas, la Filmoteca es todavía un edificio robusto que el barrio acepta con naturalidad. Está incluso empezando a apropiarse de él de manera creativa: “Me contaron que cuando se programó un ciclo sobre neorrealismo italiano, las prostitutas de las calles vecinas hacían cola para ver Roma, città aperta. Es como si se cerrase el círculo. A veces, la profesión te da íntimas satisfacciones como esta”.
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