Sin hogar después del tifón
Siete meses después del Haiyan, quienes vivían cerca del mar no pueden reconstruir sus casas
Cada día a las cinco de la mañana se levanta el toque de queda en el barangay de Anibong, una barriada situada a unos kilómetros al norte de la ciudad costera de Tacloban, en Filipinas. Los primeros rayos de sol iluminan un paisaje surrealista en el que fue epicentro del terrible Haiyan, el tifón que el 8 de noviembre de 2013 asoló durante más de 12 horas esta localidad y los pueblos colindantes con vientos de hasta 315 kilómetros por hora. Siete meses después de la tragedia, al menos cinco barcos de gran tonelaje siguen varados entre las chabolas reconstruidas por los propios afectados. “El Gobierno no nos ayuda”, protesta un residente del barangay que omite su nombre. “Quieren echarnos y reubicarnos en algún lugar del interior, pero mi padre es pescador, ha ido al mar casi cada día para traer comida y vender el resto. ¿Dónde quieres que vaya? ¿A coger cocos a las palmeras?”, se queja otro vecino mientras afila una caña de bambú. “Pescar es lo único que sé hacer, no me pienso mover de aquí; aquí tenía mi casa y aquí me voy a quedar. Pase lo que pase”, amenaza.
La madrugada de ese 8 de noviembre Tacloban y los barangays de los alrededores temblaron por culpa de Haiyan. O Yolanda, como en Filipinas se le conoce. Fue el tornado más potente registrado y el tercer desastre más mortífero en la historia reciente del país, con 6.200 muertos, casi 1.800 desaparecidos, más de cuatro millones de desplazados y daños materiales estimados en 664 millones de euros. Hoy, los vecinos más perjudicados viven sumidos en el desconcierto porque el Gobierno se niega a reconstruir sus casas, antaño a menos de 40 metros de la orilla.
“Los vecinos de los barangays que tenían sus casas a menos de 40 metros del mar no van a ser ayudados en la reconstrucción”, confirma Francisco Monteiro, coordinador de las municipalidades de Leyte este y Tacloban City y miembro de Philippines Shelter Cluster, la organización que se encarga de coordinar la actuación del Gobierno y las ONG en la zona. “Serán reubicados porque el Gobierno no quiere una tragedia parecida. Ya les brindamos los primeros auxilios, pero ahora las prioridades son otras”, afirma.
Monteira califica la medida como extraña, ya que los pescadores serán realojados en unas en barracones y apenas se están construyendo viviendas permanentes. “Si hay otro tifón, volarán por los aires, igual que el resto de chabolas improvisadas y tiendas de campaña desplegadas por las Naciones Unidas. Nuestra situación es complicada, la gente se vuelve más radical y el resto también”, reconoce. “Fue tremendo, solo con saber que iban a venir esas tres olas se podrían haber salvado miles de vidas. Esto en los países ricos no ocurre y, si ocurriera, la prevención y la reconstrucción serían tan rápidas que minimizarían todos los problemas”, exclama un agregado de la Embajada británica en Manila que prefiere no dar su nombre. “La brecha que se está abriendo entre países pobres y ricos es enorme", denuncia.
La tormenta estaba prevista por todos los satélites y se conocía su trayectoria. Sin embargo, el día anterior a la tragedia nada hacía pensar a los habitantes de los barangays que su destino estaría unido a la fatalidad de uno de los peores tifones que ha tocado tierra en los últimos decenios. “El día anterior hacía calor, el cielo estaba limpio y mi padre estaba nadando en el mar” recuerda con serenidad Armin Jane Tobías con su hijo Argili en brazos, de aproximadamente nueve meses. El niño nació tan solo tres semanas antes de la tragedia. “Mi marido me dijo de quedarnos en casa, que posiblemente el tifón había cambiado de dirección y que, si nos marchábamos, entrarían a robar como había pasado en tantas ocasiones”, explica ella. “Me levanté sobre las seis de la mañana con tres palmos de agua en el suelo, creí que el techo se había roto y que había entrado agua de lluvia”.
La particularidad de Haiyan fue que su potencia generó tres olas consecutivas de alrededor cinco metros de altura e impactó contra los edificios arrastrando todo lo que encontraban a su paso, de oeste a este del archipiélago filipino. “Fueron tres tsunamis”, recuerda otra vecina llamada Emily A. Esmero. “Tuvimos suerte porque nuestra casa sigue en pie, pero todos esos vecinos murieron”, asegura señalando las ruinas de una casa. En el barangay de Emily murieron 51 personas. “Fue horrible. Desde el mar llegaban cadáveres desde los barrios cercanos al aeropuerto”, continúa. El aeródromo de Tacloban hace una península que genera una bahía bastante cerrada en cuyas orillas se agolpaban las casas de pescadores, el puerto y el centro de Tacloban City. “El impacto fue violentísimo. El nivel del agua subió hasta el tercer piso, era como un río desbocado”, cuenta una trabajadora de un pequeño hotel cercano. “Que Dios se apiade de nosotros”, ruega.
El problema al que se enfrentan los pescadores sin hogar es que la estación de los tifones llegará en un mes. También se habla del fenómeno meteorológico de El Niño, que este año puede azotar las costas Filipinas. Las sonrisas iniciales y la despreocupación se transforman en expresiones de tensión en cuanto se menciona la posibilidad de vuelva a producirse una nueva tormenta de esas características. Pero no es descabellado, Filipinas recibe una media anual de 80 tifones por año. “Si viene otro, que me lleve por delante. Al menos así acabará todo el sufrimiento” se lamenta César Baltazar. Él perdió su casa en el barrio de Magallanes y también su empleo en una tienda cercana. Pasa los días leyendo en las ruinas de una casa cercana a la suya. “Aquí no vive nadie, estoy tranquilo y leo. Tengo hambre, pero me apaño con lo que la gente me va dando. No tengo nada, lo perdí todo. Y aquí en Magallanes nosotros no somos una prioridad”, asegura.
Algunos pescadores son desplazados a zonas del interior, donde no tienen un medio de vida
A principios de junio trascendió la noticia de que se había incendiado una de las miles de tiendas de campaña que ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) facilitó a los damnificados. La versión oficial fue que se descuidó un fuego en una cocina. Sin embargo, tanto el periodista Roi Lagarde, del Centro de Fotoperiodistas de Filipinas, como los vecinos del barangay creen que ha sido un suicidio. “La gente no aguanta más, necesitamos ayuda, vivimos en la miseria y nadie se ocupa de nosotros” comenta Sulpicio Cator, de 37 años, que perdió a su mujer y a su hija durante la tormenta y cuya pierna derecha quedó semiparalizada al impactar durante la riada con un cable eléctrico. “Al menos mi hijo Joshua, de 12 años, también se salvó. Sé que no debo pensarlo, pero a veces se me pasa por la cabeza si no estaríamos mejor todos muertos, esta situación es insostenible”, lamenta.
El número de personas que padece problemas psíquicos a causa de Yolanda no está controlado. Hay mucha gente deprimida que prefiere quitarse la vida antes que seguir viviendo de esa manera o porque no soportan la pérdida de sus seres queridos. En el hospital de Shistosomiasis, de la localidad de Palo, aguardan los enfermos por enfermedades como dengue, malaria o cualquier otra infección. Sin embargo, en un ala apartada se encuentran aquellos pacientes con problemas mentales. “Aquí están los que han sido traídos por sus familiares, pero ni mucho menos están controlados todos los que deberían estar bajo tratamiento psiquiátrico”, denuncia una de las responsables del hospital que prefiere mantener el anonimato.
A falta de apenas un mes para el comienzo de la estación de tifones, Tacloban se afana en apuntalar todas sus casas y honrar a sus muertos llevando flores y velas a las fosas comunes que fueron improvisadas en los lugares más insospechados: desde recintos religiosos hasta rotondas en plena carretera. Pese a las dificultades, la ciudad ha retomado el pulso, pero sus habitantes no duermen tranquilos. Nadie descansa porque saben que, en cualquier momento, la pesadilla puede repetirse.
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