Voyeur
Cuando el ojo captura una imagen, la transforma en impulsos nerviosos que llegan hasta el cerebro, y allí, en un mecanismo tan complejo como hermoso, millones de neuronas interpretan lo que el ojo mira. Lo que ve es otra cosa. Aunque la filosofía performativa sostenga que la subjetividad no existe, puede darse el caso de que usted siga mirando tras la puerta entreabierta có mo una mujer se abrocha un vestido. Igual que fisga a las muchachas al bajar las escaleras del metro, la brisa de mayo enredada en su falda, y por un instante se cruzan las miradas ante la trágica evidencia de que lo que usted va a perder es para siempre. En la terrazas acostumbra a ver su pie desnudo, justo cuando lo saca del zapato exhausta de tacones y lo balancea como si se insinuara, aunque solo lo relaje. También atrapa esos gestos rápidos con los que las mujeres se recolocan las bragas y que, de ser cazado, le dejarían de predador. En verdad es lo que se siente, a riesgo de que quede oscuro confesarlo. Sin perversidad, la mirada es plana como el mar en calma. Mirar de reojo implica tener cámara trasera además de frontal. Y lo que no debía ser visto añadirá a la transformación de la imagen en impulsos nerviosos un matiz de deseo furtivo. ¿Cómo no iba usted a sucumbir ante el mito de la ventana iluminada frente a la que el ojo puede imaginar cómo se viste y desviste una vida, si se acuesta de lado o boca arriba, si bebe una tisana o se zumba un whisky? Frente a cada ventana iluminada, sea digital o real, de autobús o de Facebook, la mirada tiene barra libre. Nadie podrá robarle el estupendo trabajo que han realizado sus neuronas de voyeur ni los resultados obtenidos, alcanzando la gloria gracias a una visión turbadora. Puede que a la mañana siguiente se pregunte: ¿adónde me lleva ser voyeur? Irremediablemente, al vacío.
Ese es el dolor del mirón, y no hablamos de tarados sino de individuos equilibrados e inteligentes como usted, con un ojo inquieto. “El ojo tiene que viajar”, dejó dicho Diana Vreeland, una de las editoras de moda más influyentes del mundo. Usted siempre ha querido educarlo, regalarle buenas exposiciones y paisajes para aventureros o millonarios. Le habita la certidumbre de que, para encontrase con el sumo placer de su mirada, le basta una esquina por donde cruce la mujer, o el hombre, de su vida, aunque ellos nunca lo sabrán ni usted podrá comprobarlo. Porque sabe que en el centro de las miradas en fuga, románticas o libidinosas pero siempre perversas, habita una ilusión agonizante, y su imán consiste precisamente en saber que se trata de visiones efímeras. Trallazos fugaces de deseo inhabilitados para posarse sobre un nombre. Hasta que ese nombre invade sus oídos y el resto de órganos de su cuerpo. Y su condición de voyeur se libra del vacío poseyendo al objeto de deseo que nunca más volverá a ser mirado como la primera vez.
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