Museos que eran zoológicos humanos
Por Omer Freixa (*)
Silencio, quietud, orden, contemplación, admiración... Solo se oyen nuestros pasos. Esa es la imagen que suele deparar un museo al visitante. El día 18 de mayo celebran su día internacional. Y conviene recordar algo de su historia. En una de las cuatro acepciones del diccionario de la Real Academia Española de la Lengua sobre el significado de la palabra museo, ésta los define como lugares “en que se guardan colecciones de objetos artísticos, científicos o de otro tipo, y en general de valor cultural, convenientemente colocados para que sean examinados”. La definición apunta a la exhibición de “objetos”. Por tal se entienden artefactos e incluso animales embalsamados, entre otros. No obstante, hubo otra variedad en su historia. Hasta hace menos de un siglo, ciertas exposiciones no presentaban objetos inertes, precisamente, sino hombres y mujeres de carne y hueso, vivos. Y, hasta fecha reciente, algunos museos exhibían piezas humanas junto a muestras de lo considerado “historia natural”.
La era de los “zoológicos humanos” comenzó en la década de 1870 y se extendió hasta la de 1930. Se trataba de frecuentes exposiciones públicas, y muy populares, de los indígenas (en sus condiciones “naturales”) en las metrópolis europeas y de los Estados Unidos, muchas veces, exhibidos como parte de una serie que comenzaba con distintas especies de monos.
En una forma distinta de apreciar los museos a la que tenemos hoy, tal forma de exponer a determinadas personas adquirió diversas modalidades, pero lo que les confirió homogeneidad fue el hecho de que, por tal medio, millones de europeos y norteamericanos apreciaron por vez primera al “otro”, esa alteridad tan distante y ajena para los ciudadanos de la metrópoli. Otro denominador común es que, hoy día, esos zoológicos están ausentes del recuerdo, de la memoria colectiva. Quizá porque el ser humano tiende a colocar lo embarazoso bajo la alfombra, y asumir la inferioridad de quien es exhibido es algo hoy sumamente reprobable, aunque esta frase, expresada a comienzos del siglo XX habría sido objeto de incomprensión y burlas. En su momento, no hubo remordimientos, la humanidad de estos seres estaba en duda y, a la par, más de uno aprovechaba la única forma de entonces para contemplar a un humano desnudo o semidesnudo.
Los europeos convirtieron a humanos en meros objetos de exhibición, pese a que Occidente ya entonces pregonara el ideal de igualdad entre todos. Para 1900, no quedaba rincón del planeta por colonizar. Europa, en la cumbre. La decisión de repartir África se remató en 1885. Desde finales del siglo XIX, colonialismo y exotismo se conjugaron a la hora de organizar entretenimientos centrados en el ser colonizado, su exhibición era motivo de festejo para la causa imperial y, además, servía para legitimar la mirada superior de Europa, aumentando la carga prejuiciosa (esa misma que hoy funciona como argumento para rechazar inmigrantes africanos, por ejemplo).
Desde 1874, y tomando Alemania la delantera gracias a un potente comerciante de animales que brilló como artífice de zoológicos humanos (Karl Hagenbeck), se montaron espectáculos en los que, además de fieras enjauladas, se mostraban individuos de pueblos considerados “exóticos”. Entre 1877 y 1912 se realizaron unas treinta exposiciones de este tipo en el Jardín Zoológico de Aclimatación de París. La afluencia de público fue masiva y regular. En el primer año recibió un millón de visitas. El promedio de concurrencia, entre 200.000 a 300.000 personas. Los exhibidos recibían magras pagas.
Otra variante más politizada fue la de exposición universal, en la misma ciudad. En 1889, centenario de la Revolución Francesa que tanto promovió la igualdad y la libertad, 28 millones de visitantes pudieron apreciar una “aldea negra” con 400 africanos forzados a trasladarse a tal efecto. En la de 1900, se presentó un cuadro viviente de la isla de Madagascar, testimonio de la por entonces reciente adquisición de la Tercera República francesa y de su renovado orgullo militar y colonial, al que asistieron 50 millones de visitantes. Por la última, de 1931, transitaron unos 34 millones. Completando la idea de grandeza imperial, también se celebraron cuatro exposiciones coloniales, en 1907 y 1931 en la capital, y en Marsella en 1906 y 1922. Finalmente, para satisfacer una demanda mucho más comercial, aparecieron las compañías itinerantes y los “pueblos de negros”, estos últimos en el marco de las exposiciones, como la citada de 1889.
El Nuevo Mundo no quedó exento de esta “fiebre expositiva”, de modo que Estados Unidos fue bastante lejos. En uno de los hechos más vergonzosos, en 1906, a iniciativa de Madison Grant, racista y antropólogo aficionado, el zoológico del Bronx de Nueva York colocó a un pigmeo congoleño junto a un orangután con el cartel “El eslabón perdido”. Daba a entender que el africano se ubicaba entre un lugar intermedio entre mono y hombre. Y sin pensar cuál sería la reacción del simio al tener que compartir jaula. Esto muestra que la suerte de los infelices que eran objeto de exhibición no importaba demasiado.
En muchos casos el traslado a un clima al que el recién llegado no estaba habituado causaba su muerte. Entre muchos episodios de esta naturaleza, individuos de Argentina también se sumaron a la triste estadística, como aconteció en 1881, cuando arribaron a París once indígenas fueguinos raptados. En la exposición fueron vistos por 400.000 curiosos en sólo dos meses. De ellos fallecieron una niña y una mujer en los primeros días, dado el trajín de una gira acelerada por Francia y Alemania.
Bastante antes de la aparición de los “zoológicos humanos”, algunos europeos se dedicaron a exhibir individuos exóticos en casa. Solo que, a finales del siglo XIX, esa práctica se sistematizó y amplió.
Por ejemplo, una mujer del grupo hotentote del Sur de África fue trasladada a París como curiosidad y objeto de investigación. Saartjie Baartman nació en 1789 en la provincia oriental del cabo Khoisan, en la actual Sudáfrica pero popularmente fue conocida como la “Venus Hotentote” y llegó a Londres en 1810 donde causó un escándalo porque los espectadores la tocaban semidesnuda. Tal fue el alboroto que el espectáculo se prohibió y ella fue trasladada a los tribunales, retornando a la capital francesa. Allí, tampoco la pasó bien. Fue exhibida junto a fieras por casi año y medio.
Murió en 1815, a temprana edad, por una enfermedad poco precisa, pero seguramente contribuyó la humillación que le produjo ser objeto de entretenimiento, junto a la dificultad de adaptarse a un medio extraño. Al morir se le hizo una autopsia y hasta 1974 sus restos estuvieron expuestos en el Museo del Hombre de París. En 1855, basándose en el estudio de su cadáver, un etnólogo norteamericano concluyó que los hotentotes eran los especímenes más bajos de la humanidad. Los restos de la desgraciada retornaron a Sudáfrica en 2002, tras varios reclamos del gobierno de Mandela.
Al menos los restos de la “Venus Hotentote” quedaron en un museo antropológico. Muchos otros descansaron en museos de historia natural, como el caso del polémico Negro de Banyoles, en España.
En 1825, los hermanos Verreaux reunieron una colección de animales salvajes de África del Sur, aunque en uno de los últimos viajes consiguieron el cadáver de un africano, perteneciente al grupo bosquimano, trasladado al museo que tenían en París, donde lo exhibieron en una vitrina con escudo y lanza en mano.
Más tarde, a la muerte de los hermanos, la mansión quedó en el olvido y terceros compraron parte de la colección. Un veterinario catalán, de apellido Darder, compró el espécimen del bosquimano y montó en 1916 su propio museo en Banyoles (Girona) donde quedó exhibido hasta 1991, cuando un médico haitiano lo reconoció como un ser humano y se horrorizó. Sobrevino un escándalo protagonizado por él en víspera de los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992, exhortando a las comitivas africanas a no participar del evento. El médico obtuvo una primera victoria cuando la vitrina fue retirada aunque el destino del bosquimano continuó en discusión. Para evitar un escándalo diplomático, y tras desclasificar la pieza reclasificándola como “resto humano”, finalmente, al abrigo de la noche para evitar complicaciones frente a un pueblo que lo reconoció parte de su patrimonio, fue transportado a Botswana, el país que lo reclamó como propio.
Si hubo más casos de “piezas” humanas en vitrinas de museos de Historia Natural poco se sabe, porque el pudor y la vergüenza occidental anularon la difusión de los casos tras las independencias africanas. De todos modos, sabemos que no se tuvo reparo en exhibir hombres y mujeres como si fueran parte inerte del paisaje en tiempos coloniales y previos. Tal visión predomina en cierta forma aún hoy en la concepción estereotipada que se tiene de África entera. De ella se priorizan los paisajes que endulzan la vista- En ellos los humanos son un mero decorado que fascina por su exotismo al ojo occidental. Esto también forma parte de una historia de los museos. Aquella que no enorgullece demasiado.
(*) Omer Freixa. Historiador. Especialista en estudios afroamericanos. Africanista.
http://www.omerfreixa.com.ar/ @OmerFreixa
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