La burbuja de los pieles pálidas nostálgicos del apartheid
“¿A Orania? Ni loca”. Así de contundente Marie, afrikáner de 40 años, responde a la invitación-súplica que se le hace para que haga de anfitriona a Orania, una pequeña localidad en medio de la imponente zona del desierto sudafricano del Karooo. En este enclave artificial como pocos se recluyen nostálgicos del apartheid bajo la excusa de que buscan una vida plena y exclusivamente en su cultura y su lengua afrikáans.
Marie nunca ha pisado Orania pero tiene familia viviendo allí desde hace casi una década. Esta mujer rubia, de ojos azules y de carácter seco, explica furiosa cómo un primo de su padre les contó que se iba hacia el sur, en medio de la nada para estar sólo con afrikáners.
“Son unos racistas”, afirma Marie con rabia. 1991. Nelson Mandela acaba de salir de la prisión y el régimen del apartheid está dando claros síntomas de que está tocando fondo, por la presión internacional y por los propios acontecimientos internos de un país que no ha conocido otra cosa que la supremacía blanca desde que los holandeses pusieran el primer pie en Ciudad del Cabo, allá por la segunda mitad del siglo XVII.
Los finales de los 80 y la primera mitad de los 90 son años de esperanza para una población negra que tiene cerca la liberación y también para buena parte de la sociedad blanca y privilegiada que admite que el país está en un callejón sin salida.
Sin embargo, son años de extrema violencia, con altercados y manifestaciones diarias e incluso atentados que, aparte de dificultar la vida cotidiana, da alas al miedo y a la desconfianza entre los blancos. Casi un millón emigra a Australia, Reino Unido o Canadá, mientras que un reducto opta per una especie de exilio interior augurando que la nueva Sudáfrica democrática discriminará a los hasta ahora intocables afrikáners. Es el nacimiento de Orania, que tiene una historia curiosa y peculiar.
En medio de un páramo, en 1990 Carel Boshoff, el yerno del padre del apartheid, Hendrik Verwoerd, compró 8.000 hectáreas a nombre de una sociedad cooperativa. Es decir, Orania no es un pueblo al uso sino que se constituye como empresa, con sus normas, sus socios y su consejo de administración que se convierten en leyes, vecinos y ayuntamiento.
Incluso encuña su propia moneda, la ora, y dispone de una bandera que es toda una exposición de su filosofía con un niño remangándose con los colores tradicionales azul y naranja. Además, la población se rige por las viejas fiestas afrikáners, desligándose del calendario sudafricano repleto de conmemoraciones de la lucha contra el apartheid o en reconocimiento de la democracia.
Tres son los principios básicos que rigen esta cooperativa-localidad: proteger la cultura afrikáner, disponer de instituciones diferenciadas y apostar por el propio trabajo.
Esto se traduce en que sólo se permite la residencia a blancos afrikáners, a pesar de que la minoría étnica de los mestizos (coloureds, mayoritarios en la región sureña del Western Cape, tienen el afrikáans como lengua materna), que se aspira a federalizarse con la República de Sudáfrica y que no hay trabajadores externos, o sea negros.
Todo está perfectamente concebido para no ser acusados de discriminación racial, al mismo tiempo que su filosofía queda amarada por una Constitución que consagra el derecho a decidir de los pueblos sudafricanos.
Árboles verdes y un enorme lago sorprenden al viajero que cruza el inhóspito Karoo. La carretera divide en dos a Orania pero a banda y banda una tiene la impresión de que ha cambiado de país o de galaxia. “Welkom in Orania” (Bienvenidos a Orania, en afrikáns), reza la pancarta a la entrada del pueblo, resguardado por una barrera que ahora, hacia las 10 de la mañana está subida. “Todo el mundo es bienvenido aquí, todos, los negros también”, se apresura a explicar John Strydom, portavoz de la comunidad que junto a su mujer Lida, muestran orgullosos las calles limpias y seguras, con vecinos hablando a las puertas de las tiendas o niños solos en bicicleta, imágenes todas ellas inimaginables e imposibles en la Sudáfrica real.
Lida explica orgullosa que en Orania “viven los afrikáners menos racistas” porque, a diferencia de lo que pasa en el resto del país, “nadie se aprovecha de la mano de obra de los negros”. Es cierto, hasta el operario de la gasolinera es un afrikáner blanco tosco, que llegó al pueblo hace seis meses “buscando trabajo”. Los vecinos se construyen ellos mismos las casas, se cuidan el jardín o se limpian la cocina. Inaudito en Sudáfrica.
Gideon de Kock, responsable del museo, ante los bustos de los padres de la naciónafrikáner. Foto: Stephane de Sakutin /AFP
Nadie se califica de racista, aunque en cinco minutos de conversación sobre la Sudáfrica multirracial, todos y cada uno de los entrevistados muestran los recelos raciales enseñando todos los tópicos previsibles: desde “los negros” son violentos, roban, matan, violan hasta que “no creen en Dios”.
¿Qué pasaría si sus hijas se casaran con un negro?, pregunto a una mujer sexagenaria con una casa repleta de biblias y de imágenes de los pioneros afrikáners que huyeron del colonialismo británico para poblar el interior. “No, es imposible que pase”, contesta un poco incómoda. Pero si surgiera el amor, le insisto. “No, blancos y negros no encajan, la Biblia lo dice claro”, zanja.
Los Strydom no caen en estas provocaciones y todo lo envuelven en la etiqueta de “libertad” y “cultura”. Explica el marido que el consejo de administración de la cooperativa interroga a todos los candidatos que se quieran instalar en el término. El resultado es que sólo pasan este examen afrikáners puros. Orania se convierte así en una burbuja de pieles pálidas en un país donde los negros suponen más del 80% de la población y los blancos, apenas un 9%.
Mandela y Betsie Verwoerd, vídua del ideólogo del apartheid, sonríen en una imagen de 1995. Foto: Reuters
Mandela no dudó en visitar este enclave ya siendo el primer presidente negro del país. Corría 1995 y el viejo líder del apartheid compartió té y pastas con la viuda de Verwoerd, vecina ilustre ya fallecida. Mandela llegó con su sonrisa y sus manos abiertas pero a pesar de que recibió hospitalidad afrikáner no logró convencer a los residentes de que había que superar “pensar según la raza”. Hoy, un millar de personas vive en Orania y, según los responsables, cada año el censo se incrementa en un 10%.
Rian Zurlinden es un abogado de Pretoria. Nacionalista afrikáner, contrario a la multiculturalidad y multirracialidad sudafricana. Aprovechando un festivo en el trabajo, pasa unos días en Orania, donde piensa instalarse en un futuro inmediato. Tiene 45 años y, junto a su mujer, ha pasado ya satisfactoriamente el examen para convertirse en socio-residente. Y espera abrir una tienda.
“¿Has visto cómo está todo? Es fantástico poder dejar las puertas abiertas, no soy racista, sólo quiero vivir en mi propia cultura y con mi gente. ¿Es delito?”, pregunta Zurlinden mientras compra el típico dulce afrikáner, las koeksisters, precisamente con una imponente escultura en este pueblo.
Celebración en Orania, con los trajes tradicionales de los boers. Foto: orania.org.za
“Mandela no fue ningún santo, fue un terrorista”, se despacha la mujer sexagenaria que se extraña y casi desconfía de que una periodista esté trabajando en domingo. “Los domingos son para ir a la iglesia”, dice con su Biblia a la mano y vestida casi como un personaje de La Casa de la pradera.
El conjunto escultórico de los líderes afrikáners, con el niño arremangándose de labandera delante, preside la colina de Orania.
Orania cuenta con tiendas, dos escuelas, empresas con certificado de ecológicas, incluso un abogado y un dentista, además de un museo, cámping y un restaurante que se llena con los festivos nacionales.
Curiosidades, en las elecciones generales del pasado 7 de mayo, el Congreso Nacional Africano (ANC, en inglés) consiguió en Orania cinco votos de los 284 emitidos y el de Luchadores por la Libertad Económica (EFF) que aboga por la transferencia de la tierra a los negros sin compensaciones a los granjeros blancos, otros cuatro.
A Marie, la afrikáner del principio, no le convence ni la pulcritud ni la paz que le cuentan que se respira. “Eso está bien para vosotros los europeos, que así os reís de los frikies pero para un sudafricano Orania no es motivo de orgullo”, se lamenta.
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