Revolución en España
Los militares decidieron durante la Transición no intervenir en política
En el 40º aniversario de la ‘revolución de los claveles’ en Portugal
También en España pudo haber una “liberación por golpe”, es decir, el derrocamiento de la dictadura mediante un golpe militar como el que tuvo lugar en Portugal el 25 de abril de 1974 —hace ahora 40 años—. Hubo aquí claros candidatos a reproducir los dos elementos básicos de la operación: una organización de capitanes que movilizara a las tropas y un general prestigioso que se pusiera al frente. En Portugal estos fueron, respectivamente, el llamado Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) y el general Antonio de Spínola, un pintoresco personaje con monóculo que había sido jefe del Consejo de Defensa y famoso autor de un libro que emplazaba a abandonar las últimas guerras coloniales en África. Solo unas horas después del levantamiento militar del 25 de abril, el presidente Américo Thomaz y el primer ministro Marcello Caetano salieron al exilio. Miles de personas bajaron a las calles para saludar y mezclarse con los militares insurgentes, con lo que se abrió un proceso de cambio político radical.
Miles de personas se mezclaron en Portugal con las fuerzas insurgentes
Unos años antes del abril portugués, el autor de este artículo había sido detenido por la policía político-social tras haber repartido en los pasillos de la Facultad de Económicas de Barcelona unas hojas ciclostiladas firmadas por el Sindicato Democrático de Estudiantes en las que se criticaba una nueva “Cátedra Alfonso V de las Armas y las Letras”, creada para que jefes del Ejército impartieran conferencias y cursillos. Ocho estudiantes fuimos acusados de “ultrajes a la bandera nacional, ofensas al jefe del Estado e injurias al Ejército” y dos de ellos cumplieron prisión. Cuando fui devuelto a la calle en libertad provisional bajo jurisdicción militar, el capitán Julio Busquets Bragulat, que era profesor de Sociología a tiempo parcial en la facultad, quiso conocerme y el catedrático Joan Hortalà acogió un encuentro informal en su espacioso despacho, con presencia de varios ayudantes y otro personal del departamento. Busquets había publicado un libro insólito, El militar de carrera en España, en el que documentaba las nuevas actitudes profesionales y vitales de los jóvenes oficiales españoles. En nuestro encuentro lamentó mi detención, pero enfatizó que enfrentarse a los militares no era una buena táctica para un cambio político en España. La democracia debería establecerse, dijo, con la cooperación de los militares, lo cual provocó el estupor de los presentes. Aunque no lo sabíamos entonces, Busquets ya estaba organizando lo que más tarde, inmediatamente después del abril portugués y bajo la inspiración directa del MFA, se convertiría en la organización secreta llamada Unión Militar Democrática.
Nuestro general Spínola era el capitán-general Manuel Díez Alegría, jefe del Alto Estado Mayor. Diez Alegría había combatido contra la República durante la Guerra Civil y había ocupado una serie de altos cargos en la dictadura. Pero cuando un comando de la ETA eliminó al jefe de Gobierno de Franco, el almirante Carrero Blanco, en diciembre de 1973, Díez Alegría llamó por teléfono al jefe del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, exiliado en París, con quien también se reunió después en Rumanía, para asegurarle que los comunistas no serían acusados del atentado y garantizarle que los militares no tomarían más poder que el que ya ejercían. Poco después del golpe portugués el abril siguiente, Díez Alegría vino a Barcelona, que era considerada el centro de la resistencia antifranquista, para una reunión clandestina a la que fuimos convocados un centenar de activistas políticos. El encuentro tuvo lugar en un aula de la Escuela de Ingenieros en la Diagonal, hacia las diez de la noche de un día laborable, cuando la Zona Universitaria estaba desierta y oscura. Durante unas dos horas, Díez Alegría fue sometido a una avalancha de intervenciones y preguntas para invitarle, requerirle, incitarle y provocarle a decir que sí, que le gustaba lo que habían hecho los militares portugueses y que estaría bien que algo parecido ocurriera en España. Sin embargo, el general, con gran dominio de la situación, calma y buenas maneras, respondió todo el rato con una sola idea: los militares no deberían intervenir en política y esto sí que esperaba que sucediera en España. Para algunos fue una decepción, pero otros salimos de la reunión con la impresión de que, pese a todo, el general había tenido un buen punto.
Díez Alegría tenía mayor categoría personal que el vanidoso Spínola
Por lo que yo vi, el general Díez Alegría tenía mayor categoría personal y más solidez moral que el vanidoso Spínola, el cual intentó incluso un contragolpe un año y pico después del 25 de abril. Los tres o cuatro capitanes de la UMD que luego pude tratar eran buena gente, pero tenían menos carisma y coraje que Otelo Saraiva de Carvalho, Melo Antunes y sus colegas del MFA. Todos sentían que la dictadura militar española era más maciza que la portuguesa. Como el portugués, el Ejército español fue derrotado en los residuos coloniales y tuvo que retirarse, humillado, del Sáhara Occidental. Pero todos los generales españoles, incluido el dictador, eran todavía vencedores de la Guerra Civil, mientras que en Portugal, donde la dictadura se había establecido más de 10 años antes y por medios mucho menos sangrientos, los militares fundacionales habían sido reemplazados por gobernantes civiles mucho tiempo atrás. En el más adverso contexto español, el importante mensaje de Díez Alegría era doble: ni él, que era el mejor colocado, ni ningún otro general encabezarían o apoyarían un golpe contra la dictadura. Pero él y otros procurarían que el Ejército tampoco interviniera contra la oposición, como así fue. Como consecuencia, la Transición española contrastó, por la ausencia de mayores acciones armadas, con los modos como se habían establecido casi todos los regímenes democráticos del mundo hasta entonces. El golpe portugués fue llamado “revolución de los claveles” porque algunas muchachas entusiastas colocaron flores en las bocachas de los fusiles de los militares sublevados. Pero lo decisivo no fueron las flores ni las muchachas, sino el empuñar las armas. En España también se intentó, pero no hubo tal.
Josep M. Colomer es profesor de Investigación del CSIC.
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