Los que no trabajan
Nos llaman industria cultural, que suena como si cada mañana nos dirigiéramos todos a unas fábricas situadas en Villaverde
Nos quejamos tanto? Yo creo que no. Se dice que tenemos la boca llena de quejas, que somos criaturas malcriadas, pero yo no escucho tantas como hubiera sido lógico en un sector muy castigado. Nos llaman industria cultural, que suena como si cada mañana nos dirigiéramos todos a unas fábricas situadas en Villaverde, por poner un caso, y de sus chimeneas saliera el humo de las nuevas canciones, novelas, pinturas, performances, películas, obras de teatro. Ya quisiéramos. Gozaríamos de más fuerza y mejor imagen. El mundo tendría la sensación de que trabajamos. Podríamos encadenarnos a la puerta de la fábrica o hacer una marcha hasta el Congreso como si fuéramos siderúrgicos. Y el pueblo soberano saldría a la calle en contra del IVA brutal, en apoyo a los músicos, los poetas, los pintores, incluso en apoyo a esos actores tan denostados. Pero no. Parte de la debilidad de nuestra imagen está en la soledad con la que se suele crear la novelita, la canción, el dibujo o el guion.
Silvia Pérez Cruz ha conseguido crear una comunidad de seguidores, un público que ama la música
Cada uno en su casa, alimentando fantasmas que a su vez alimentan la obra, sin mucho contacto con los colegas, salvo para tomar unas cañas y compartir algunas paranoias. Porque el mal endémico de estos oficios es la paranoia. Trabajar solito y sin horario es lo que tiene, que uno florece un poco con los elogios y se amustia mucho con las críticas, y de vez en cuando, a eso de las dos de la mañana, que es una gran hora para ponerse intenso, se pone a contar enemigos, como quien cuenta ovejas, y así alcanzar el insomnio. No, no creo que nos quejemos tanto. Han entrado en crisis los soportes para los que trabajábamos y una parte del público ha optado por consumir el trabajo de otros gratis; sin embargo, no verá usted que hordas de artistas hayan tomado la calle. Muchos de ellos ni se atreven a formular una amable crítica contra la piratería: no quieren ser impopulares.
Yo no veo quejas, veo mucho trabajo, y un ánimo que milagrosamente no decae. Así lo percibo cuando charlo con la bella Silvia Pérez Cruz, que ha venido a Nueva York a actuar en una sala prestigiosa de músicas del mundo llamada Joe’s Pub. Silvia y el músico que la acompaña en esta aventura, Raúl Fernández Refree. Hemos quedado en el pequeño, oscuro y amontonado Café Reggio. Célebre por su italian cheesecake. Y si no es célebre, aquí estoy yo para decir que debería serlo. Los músicos están helados. Y yo, curtida ya por el frío de este invierno mierdoso, les digo: esto no es nada, cinco grados bajo cero, esto para mí es primavera. Veo a Silvia de cerca, pegados como estamos todos en esta mesita raquítica de café; podría tocarla, pienso, acostumbrada como estoy a no vulnerar esas barreras físicas que aquí separan a un ser humano de otro.
Quiero hablarle de todas las veces que la he escuchado en mi cuarto, de cómo me conozco todos sus vídeos de YouTube, de cómo me gusta ese temblorcillo que sacude su cuerpo cuando canta, del rizo de su voz y de su facilidad para saltar de un género a otro. Hace tiempo que la sigo y no es una pasión secreta, porque Silvia Pérez Cruz ha conseguido crear una comunidad de seguidores, un público que ama la música, que no solo paga una entrada para escuchar a una gran cantante, sino para disfrutar de los buenos músicos que la acompañan; en esto Silvia ha sido cuidadosa y sabia, a ella van unidos ya los nombres de Javier Colina y Toti Soler, y ahora el de Raúl Fernández, con el que ha grabado un trabajo al que le faltan unos toques y unos días para ver la luz y que yo, afortunada, ya he escuchado. Es un tesoro. La voz de ella y el acompañamiento de un músico total como es él. Y canciones de Lluís Llach, Maria del Mar Bonet, Schubert, Edith Piaf, Leonard Cohen o Albert Pla.
Nos espera un mundo en el que unos pocos ganarán mucho dinero y otros irán siempre con la lengua fuera
Todo grabado en casa del músico. Los dos solos. En uno de esos trabajos artesanales que saben a gloria cuando se escuchan en casa y en los que uno percibe la respiración de la cantante, el roce de los dedos viajando por las cuerdas y la intimidad de dos músicos, ella y él, que llevan más de dos años inmersos en este proyecto heterodoxo, a menudo grabando a deshoras, después de que se les ha puesto la cena a los niños.
Cuando el disco vea la luz llegará la respuesta de esa comunidad secreta, esa inmensa minoría de amantes de la música que aún nos escuchamos un trabajo de principio a fin, porque sabemos que las canciones más populares no serán, finalmente, las que te acaben gustando más. Seremos los que vayamos a los recitales, a los conciertos, los que valoremos el talento del trabajo que se hace artesanalmente, los que contribuiremos a que siga habiendo música, música de verdad. No veo mucha queja como respuesta al desbaratamiento de la industria musical. Tal vez las décadas pasadas fueron un oasis de bienestar para los artistas y ahora todos hemos de volver a la vieja realidad. Lo que nos espera es un mundo en el que unos pocos ganarán mucho dinero y otros irán siempre con la lengua fuera. Sosteniendo su oficio gracias a la vocación, que es un gran alimento sustitutivo para los artistas.
Les dejo, a Silvia y a Raúl, en la puerta del metro deseándoles una suerte que sé que han tenido. Se van a Brooklyn, a tocar con músicos que no conocen y a ver qué sale de eso. Disfrutan tanto con lo que hacen que hay quien diría que no trabajan. Que no trabajan.
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