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Tribuna
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El Greco y Bizancio: dos caras del centenario

Es tiempo de integrismos en que mezquitas e iglesias son reconvertidas

Antonio Elorza

El descubrimiento en 1983 de La dormición de la Virgen, de los años de juventud en Creta, favorece una nueva lectura de El Greco. El tema es tradicional y vendría en este sentido a confirmar la adscripción de Doménico a “la manera griega” luego superada, pero basta la comparación con otra espléndida Dormición cretense coetánea, del taller de Georgios Klotzas, y de configuración análoga, para percibir ya su modernidad cromática, la carga de sensibilidad en Cristo que toma el alma de su madre y, sobre todo, la mancha de luz que envuelve a la aureola angélica, nexo entre la escena del tránsito de la Virgen con su entronización en el cielo. Además, en su centro está el Espíritu Santo, llamado a asumir para el Greco de madurez un protagonismo indiscutible en el marco de la Trinidad, como fuente de luz divina. Nos encontramos lejos de su subordinación jerárquica sellada en el filioque.Principio y final de una trayectoria artística resultan enlazados.

Fiel al propósito de alcanzar la perfección en su pintura, El Greco progresa desde su etapa veneciana en las técnicas de la composición y del empleo del color, asume la temática de la Contrarreforma, pero si bien abandona “la manera griega”, siguen en pie algunos pilares de la mentalidad filosófico-religiosa bizantina, con sus consecuencias pictóricas. El mejor ejemplo sería El entierro del conde de Orgaz, con la composición bizonal, habitual en el arte griego desde que en la Dormición fuera integrada la Virgen ya en el cielo, y que a través de la producción iconográfica rusa llega hasta el siglo XX, en el icono de la protección milagrosa de la Virgen y su manto sobre Constantinopla, contemplada desde la tierra por una serie de personajes. Al igual que en El entierro, la interconexión entre los dos órdenes determina que el milagro celestial requiera su visión por los hombres. Un dato más: el almita de Orgaz es llevada al cielo por un ángel, cumpliendo el papel de Cristo en la Dormición.

Nada tiene de extraña la elongación de las figuras humanas, ya que los cuerpos, en la concepción neoplatónica, sirven a las almas y estas buscan ascender al cielo. En la biblioteca de El Greco figuraba La jerarquía celeste del Pseudo-Dionisio, teólogo griego del siglo VI, donde puede encontrarse explicación a la presencia sobresaliente en su pintura de los ángeles, más que meros acompañantes, servidores inmediatos de Dios, y por encima de todo, la concepción de que Dios es luz que se proyecta selectivamente sobre los hombres, de manera que quienes la reciben, repercuten su luminosidad. Y para terminar, como vemos desde la Asunción a la Trinidad del Prado, corresponde al Espíritu Santo asumir ese papel de fanal de luz para la humanidad. Si el catolicismo occidental es cristocéntrico; el oriental es neumocéntrico, tiene como eje al Espíritu.

El cabildo catedralicio de Córdoba se ha apropiado de la gran mezquita

Dos pinturas de vejez, El quinto sello y el Laoconte, nos llevan más allá de la exaltación religiosa hecha de encargo, para desembocar en una visión desagarrada y pesimista, con la imagen de Toledo envuelta en tinieblas. Es como si El Greco quisiera reflejar la quiebra definitiva del diálogo entre la espiritualidad bizantina y la forma expresiva católica que culmina en su obra. Poco después, la conquista turca de Creta suprimió el último punto de encuentro. Un primer ocaso.

La otra cara del centenario tuvo un curioso antecedente en vida del pintor. Uno de los compatriotas que en 1603 visita al Greco en Toledo decide regresar apenas llegado, “porque hay peligro de que en mi ausencia mi iglesia no se haga mezquita”. Mal pudo alguien pensar que el presagio se vería realizado cuatro siglos más tarde, coincidiendo con la apoteosis del cretense. El neootomanismo reasume hoy en Turquía el papel desempeñado entonces por la expansión otomana, y una tras otra, las principales basílicas bizantinas pierden por decisión gubernativa la condición de museos para convertirse en mezquitas, con el consiguiente atentado a sus valores estéticos y religiosos. El blanco próximo es Santa Sofía en Estambul. Paralelamente, puesto a confirmar el espíritu de la “alianza de civilizaciones”, al Cabildo catedralicio de Córdoba no se le ocurre más que confirmar su apropiación de la gran mezquita. La basílica es mezquita, la mezquita es catedral: nada más lógico.

Así es como dos de los templos más bellos, Santa Sofía y la mezquita de Córdoba, depositarios de los valores simbólicos de ambas religiones, están abocados al control integrista, y a su segura desfiguración en el primer caso. Para justificarlo invocan el derecho de conquista. En 1236 —Cabildo dixit— la toma de la ciudad por Fernando III impone la cristianización de la mezquita y, en 1453, la de Constantinopla por Mehmet II, la islamización de Santa Sofía. Aquí Mustafá Kemal lo remedió en 1935, creando un museo símbolo de la convivencia de las dos religiones. Lo mismo sucedió hasta 2006 en Córdoba. Ahora imperan los integrismos, y ante ellos, la pasividad. La Unesco nada hace.

En Santa Sofía de Estambul resuenan ya los rezos del muecín

En Santa Sofía de Estambul, resuenan ya los rezos del muecín, en espera del destrozo inminente, ensayado hace meses en la pequeña joya de los Comnenos, Santa Sofía de Trabzon / Trebisonda, junto al mar Negro. Cabe comprobar allí cómo el acotamiento de su espacio interior a la nueva función religiosa, con cierre de muros y cortinas mecánicas, destruye pura y simplemente la estructura arquitectónica e impide la visión de las pinturas en el interior. La observación personal y las fotografías lo confirman. Así que apresúrense los viajeros, antes de que sea tapada la Virgen del ábside en Santa Sofía. Lemkin hubiera calificado esa política islamista de vandalismo, por atentar contra un patrimonio cultural de la humanidad. Pero el viceprimer ministro turco Bülent Arinç está feliz, ya que Santa Sofía, ahora triste, sonreirá (dice) al verse mezquita.

En plena involución islamista y autoritaria del Gobierno de Erdogan, observable hasta en el despliegue de religiosidad supersticiosa introducido en Topkapi, se niega la exigencia, formulada por Mustafá Kemal, de que “los sentimientos y los conocimientos de la humanidad sobre la religión se vean liberados de los mitos y purificados a la luz de la verdadera ciencia”. La agresión contra Santa Sofía no solo lo será contra el respeto al otro en religión, ni al valor humano del arte; es también la concepción moderna de la nación turca fundada por Kemal, lo que está siendo demolido.

El reconocimiento del inmenso legado de El Greco tiene así la contrapartida de un segundo ocaso que afecta al arte y a la religión del cristianismo oriental, con la damnatio memoriae de Bizancio. Son tiempos para el Laocoonte y el Quinto sello; quienes disfrutan de aquel no debieran olvidarlo.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencias Políticas, en la Universidad Complutense de Madrid.

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