Crimea
Las viejas historias son pesadas, aburridas, y no tienen glamour. Solo sirven para explicar el presente. Y para anticipar el futuro
Es una vieja historia. En 1945, Stalin decretó que Crimea y sus habitantes eran culpables de colaboración con Hitler, desterró a los tártaros y repobló el territorio con ciudadanos rusos. En 1954, Jrushchov tomó Crimea como si fuera un peón de ajedrez y lo anexionó a Ucrania, otra república soviética con la que ni sus nuevos pobladores rusos, ni los tártaros originarios, tenían vínculos de ninguna clase. Fue un simple gesto de buena voluntad antiestalinista.
Es otra vieja historia. El 8 de diciembre de 1991, Boris Yeltsin, Leonid Kravchuk y Stanislav Shuskiévich —presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia— firmaron la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Ese día era domingo, y los tres habían pasado juntos el fin de semana en una dacha situada en Belavézhskaya Puscha. Se cuenta que Yeltsin llamó desde la sauna a Bush padre, presidente de EE UU, para darle la noticia. Nosotros tres, explicó, aludiendo a sus antecesores de 1922, la fundamos y nosotros tres nos la hemos cargado, comentó muy ufano. Al colgar, el presidente Bush tuvo la impresión de que estaba borracho.
Siempre hay viejas historias en la base de las historias nuevas. Cuando Occidente tomó partido por los manifestantes del Maidán, nadie pensó en Crimea. Los vecinos de Simferopol se echaron a la calle creyendo que tenían el mismo derecho que los demás, pero no atrajeron las simpatías de nadie con la única y triste excepción de Putin, que en lugar de presionar al Gobierno de Kiev a su favor, ha sacado los tanques a pasear. Ahora, el fantasma de la guerra planea sobre Europa, pero, pase lo que pase, Crimea nunca será Ucrania y sus habitantes seguirán siendo rusos, como la mayoría de los ucranios del este. Las viejas historias son pesadas, aburridas, y no tienen glamour. Solo sirven para explicar el presente. Y para anticipar el futuro.
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