Lo que se pierde
¿Saben cómo es la pampa? Campos lacios, eucaliptus, un paisaje solo en apariencia inofensivo, donde un atardecer gris puede pintar, con tu sangre angustiada, una alfombra que termine en el infierno
¿Saben cómo es la pampa? Campos lacios, eucaliptus, un paisaje solo en apariencia inofensivo, donde un atardecer gris puede pintar, con tu sangre angustiada, una alfombra que termine en el infierno. Yo soy de ahí, de ese paisaje. Allí mi abuelo me enseñó a hacer almácigos, mi abuela me leyó el Struwwelpeter, mi madre me dijo que no siempre las cosas crueles se hacen con crueldad. “Necesito un gancho para alcanzar las ramas altas”, dice ahora, en la casa donde me crié, mi padre, y lo veo desaparecer entre las ramas de la higuera, mientras mis hermanos y yo gritamos para advertir de peligros absurdos —una abeja, un fruto podrido—, y nos reímos como idiotas mientras él junta higos para hacer dulce. Después, en la tarde, vamos a pescar y volvemos cuando cae el sol, sin haber pescado nada. Esa noche cenamos bajo la parra, sobre una mesa de piedra que está allí desde que mis abuelos eran jóvenes, desde que plantaron estos árboles y un océano de calas que ya no existe. Al día siguiente revisamos, con mi hermano menor, cajas repletas de juguetes, de muñecas antiguas que se me deshacen entre los dedos. A las dos de la tarde empezamos a sacar la ropa de mi madre de los armarios. La guardamos en bolsas (su camisa de seda con estampado de pequeñas anclas), y las dejamos sobre la cama, sin saber muy bien qué hacer. En la noche regreso a Buenos Aires, mirando las estrellas, como si la ruta fuera un tobogán suave por el que solo quedara deslizarse. Y de pronto, en la radio, suena una canción. Y recuerdo aquel verso de Arnaldo Calveyra: “¿Y sabes?, no supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara”. No es verdad que todo permanezca dentro de nosotros. Hay cosas que se pierden para siempre. Hay, en el coraje de saberlo, una belleza helada. Aunque hunda un dedo en tu corazón y te lo rompa en pedazos.
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