La sonrisa estudiada
Se dice que a las infantas las educan para sonreír, pero a cualquiera lo educan para eso cuando no se sabe si reír o llorar
Fernando Vallejo, el autor colombiano, arremete contra el narrador omnisciente. El narrador omnisciente lo sabe todo y todo lo cuenta como si lo supiera todo. También existe el periodista omnisciente, el que dispara adjetivos con la alegría con que los españoles damos palmadas. Lo ve todo, lo adivina todo, lo adjetiva todo.
Ahora ha habido en España una sonrisa muy adjetivada por el periodismo omnisciente, la de la infanta Cristina al bajar del automóvil que la llevó ante el juez. Según las crónicas, esa sonrisa fue “estudiada”. No fue tan solo una sonrisa, que lo era, sino que había sido estudiada. ¿Y quién fue el profesor? ¿Es un tipo de sonrisa distinto, por ejemplo, a la sonrisa, que diría Cortázar hablando del pie? ¿Existen el pie y el pie, o la sonrisa y la sonrisa estudiada?
Imaginemos que hubiera bajado del coche la citada Infanta dando muestras de alborozo, o que hubiera bajado llorando, o tirándose de los pelos brutalmente atacada por su culpa. Veamos, por ejemplo, el descenso al juzgado del señor Bárcenas, tan popular o más que la Infanta predicha: ¿puede negarse que sonreía, en sus distintas comparecencias, a los solícitos guardianes del edificio judicial, para adentrarse luego en la antesala de la mazmorra? Lo estudiaba, claro; pero es que decir sonrisa estudiada es un pleonasmo. O, por ir a otro lugar muy distante: ¿no es cierto que en la reciente comparecencia de Rajoy en un mitin islamista turco el presidente del Gobierno también sonrió todo el rato? Pues nadie dice que la sonrisa de Bárcenas fue estudiada ni que Rajoy también sonrió estudiadamente, pues de lo que escuchaba, además, no entendía ni papa.
Quizá la Infanta tenía que haberse parado en la famosa rampa para decir: “Llevo días estudiando esta sonrisa”
Entonces, ¿por qué se subraya tanto el carácter estudiado de la sonrisa de la Infanta? Pues porque con frecuencia a los periodistas nos sale el omnisciente que llevamos dentro. Generalmente no estudias una risa ni un llanto, porque ambos son reflejos de un estado de ánimo ciertamente extremo. Pero cada vez que sonríes, ante el notario o ante el médico o ante cualquiera, es que lo llevas estudiado. Se dice que a las infantas (por seguir con el paradigma) las educan para sonreír. Pues claro que las educan para eso. Pero a cualquiera lo educan para sonreír cuando no sabemos si reír o llorar. Y no me imagino, desde luego, a un cronista explicando cómo alcanzó la certeza de que la sonrisa de la Infanta fue estudiada. Estudiada, ¿según qué fuente? ¿La fuente puramente visual?
Hay gestos que no precisan adjetivos, sobre todo porque no los podemos sustanciar. Esta semana fue muy comentado el gesto del presidente de las Cortes diciéndole en voz queda a la vicepresidenta del Gobierno que tirara (“tírala, tírala, coooño”) una carta que le daba un diputado de Amaiur mientras ella estaba en su escaño. Él dijo luego que pensaba en alto. Más bien, hablaba en alto. Pero el hombre se explicó, con lo que nos ahorró a los periodistas el ejercicio de la omnisciencia. Quizá la Infanta tenía que haberse parado en la famosa rampa para decir a los que sonreía: “Llevo días estudiando esta sonrisa”, y ya entonces los periodistas nos hubiéramos ido a la máquina de escribir con una certeza y no con una suposición: “La Infanta informó de que su sonrisa había sido estudiada”. De otro modo, ¿cómo hubiéramos conocido la sustancia exacta de su mueca?
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