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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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¿Va a durar mucho este 2014?

¿Qué ocurrirá cuando Cataluña despierte de ese sueño real o fingido? No lo sabe nadie. Frente al proceso secesionista, en vez de pensar en un matrimonio, pensemos en un inmueble que hemos levantado entre todos

Andrés Trapiello
RAQUEL MARÍN

Quien no tenga una idea más o menos precisa de “la cuestión catalana” acaso no la tenga tampoco de “la cuestión española”. Recordar este entrecomillado de Azaña es como mentar la soga en casa del ahorcado, que es lo que parece vienen haciendo los políticos secesionistas, ponerse una soga en el cuello de Cataluña. Claro que Cataluña no deja de ser el cuello de España.

Podríamos formular lo que sigue de tres maneras: 1. De qué estamos hablando: 2. De qué vamos a hablar; y 3. Ya está todo hablado. En realidad hemos llegado a un punto en que muchos, tanto si desean hablar de la “cuestión catalana” en un sentido o en otro, a favor de la famosa consulta o en contra, prefieren mezclar las tres cuestiones, con excitante confusión.

1. De qué estamos hablando. Hablamos de que una parte de España ha decidido por su cuenta separarse del todo. Si no lo ha entendido uno mal, los secesionistas lo han presentado de la manera más ventajosa para ellos: como un divorcio. ¿Qué ventajas tiene presentarlo de ese modo? La principal es la de hacer creer que se trata de dos partes, más o menos simétricas y soberanas. Cataluña podría, así, al fin, mirar de tú a tú a España, incluso, ¿por qué no?, por encima del hombro. Hace uno o dos meses un jerarca catalán que exportaba el congreso España contra Cataluña a Holanda, afirmó en una de sus universidades que la cultura catalana actual era ya, a día de hoy, muy superior a la española. Lo hizo después de afirmarse allí que Cataluña había sufrido desde 1714 media docena de atropellos violentos. Se trae esto a la colada, porque una vez que se ha admitido que estamos ante un divorcio, la vía más rápida para justificarlo es la de los malos tratos sufridos, presentando al consorte, la España plural, como Una (Grande y Libre), hidra franquista a la que podrá cortársele la cabeza de un solo tajo.

Pero más que de un divorcio parecería que se trata de un pro indiviso, España, de la que forman parte otros muchos propietarios e inquilinos, andaluces, vascos, castellanos, navarros, gallegos, etc, cada cual con sus problemas propios y su idiosincrasia. Para ser exactos, 17+2. En vez de pensar en un matrimonio, pensemos en un inmueble. Un inmueble que hemos levantado entre todos. Los políticos secesionistas han pensado que Cataluña, que por razones históricas y económicas no siempre equitativas y otras justificadísimas ocupa de ese inmueble zonas privilegiadas (algunos de los locales comerciales más codiciados, acceso exclusivo a zonas verdes, la sede del club náutico y, por supuesto, una buena porción de la planta noble), puede quedarse con ellas, dejando al resto de los propietarios por su mala cabeza y su haraganería la escalera de servicio, pisos superiores, buhardillas y, naturalmente, el tejado, con el tácito mandato de que cuiden de las goteras.

No es posible que crean que España firme de mil amores los famosos papeles de su divorcio

Es comprensible, dentro de la ficción que es todo nacionalismo, que alguien crea que, por el hecho de haber usado en exclusividad esas partes de la casa durante muchos años, estas le pertenecen. Pero habrá de convencer al resto de los propietarios de ello. No estando aquí ante un problema de pareja, pues, sino en una comunidad de vecinos, lo importarte no es quererse (aunque desde luego es bonito ir repartiendo besos en el ascensor cada vez que se entra en él), sino llevarse lo mejor posible. Ahora, arrebatar parte del inmueble, el uso de algunas zonas comunes y el derecho a decidir sobre el conjunto sólo porque “Cataluña no se siente querida” y afirmar que, puesto que “no me quieren, me maltratan”, no deja de ser una forma romántica de entender la propiedad privada y sobre todo la ajena.

2. De qué vamos a hablar. En un primer momento se hizo de asuntos fiscales, o sea de gastos comunitarios, derramas y esas cosas de las que se habla en las juntas de comunidad. Como había una gran disparidad de criterios entre los propietarios, dieron en creer los nacionalistas catalanes, o en hacer creer, que se les atropellaba no en tanto que vecinos, sino en tanto que catalanes, y sólo entonces empezaron a circular su identidad y a tirar de manual de agravios, pero al hacerlo, se tropezaron con un gran escollo, los Estatutos de la Comunidad, conocidos también con el nombre de Constitución, un río que había sido hasta ese momento navegable para todos, incluidos ellos.

Los secesionistas urgieron, pues, cambiar la Constitución, y poner este cambio en el orden del día, antes que otros asuntos acaso más acuciantes e importantes para todos, incluidos ellos: paro, corrupción política, recortes… y en tanto llegara ese día, poner en dique seco el barco, o sea Cataluña. Convencidos de que un barco como ese, de tan grandísimo calado, merece aguas más profundas y océanos que lo lleven lejos, empezaron a echar cientos de mensajes en botellas al Mare nostrum (nostrum, nostrum, parece que oigamos), tal vez sin pensar en la ponzoñosa melancolía que podría sobrevenirles si esos mensajes no obtenían respuesta.

“En privado, Mas admite que la consulta no se hará”, se afirma. ¿Será todo acaso un vodevil?

Pero no sólo hablan de la Constitución los secesionistas, sino otros que no lo son en absoluto y que se encuentran, como suele decirse, entre dos aguas. Viendo estos últimos todo ese lío del barco y tratando de persuadirles de que no larguen velas, empezaron a hablar de mejoras por lo demás deseables: drenar el fondo del río de los lodos acumulados, etc. (ahorremos al lector los pormenores de la metáfora). Inútil. Así se lo han hecho saber los secesionistas: “Llegáis tarde. Agradecemos vuestra buena voluntad federal, pero tenemos ya el aparejo presto; sólo esperamos que suba la última gran marea popular para poder zarpar. ¿Adónde? Ya se irá viendo”.

3. Ya está todo hablado. Se supone que en este apartado se encuentran únicamente aquellos que, frente a los pilotos de altura y los marineros de agua dulce, no quieren cambiarla en absoluto, por encontrarse cómodamente en una tierra tan firme como la Constitución. Aunque es cierto que estos papistas de la Constitución tienen un buen argumento (¿Cómo vamos a hablar de la Constitución con quienes has decidido prescindir de ella?), esa tierra es engañosamente firme: basta reconocer la creciente desafección popular hacia la monarquía. Sin embargo hay algo en todo esto que no parece cuadrar: ¿por qué los secesionistas, que también parecen tenerlo ya todo hablado entre sí, reclaman con tanta insistencia una reunión de vecinos, o ni siquiera, una reunión sólo con el presidente de la comunidad, al margen de los vecinos? No es posible que crean o esperen que España firme de mil amores los famosos papeles de su divorcio, o lo que presentan como tal, dando por bueno el originalísimo reparto de gananciales que presumiblemente podrían presentar. ¿Entonces? “En privado, Mas admite que la consulta no se hará”, acaba de afirmar una de las contramaestres constiturreformistas. ¿Será todo acaso un vodevil?

Y aquí estamos los pobres desgraciados que creemos que la gran cultura catalana no puede ser superior a la española, ni al revés, porque nada puede ser superior o inferior a sí mismo. Claro que asistimos atónitos al espectáculo, encogidos por no saber si será de los que acaban en vísperas sicilianas o en la función del bombero torero. ¿Qué ocurrirá cuando Cataluña, subida a una banqueta, despierte de ese sueño real o fingido? ¿Qué, cuando los 17+2 adviertan que pueden dejar de respirar si finalmente Cataluña pierde pie? No lo sabe nadie, pero si no fuese porque no habla uno en nombre propio, sino en el de aquellos que tienen derecho a heredar lo que se construyó entre todos, le entrarían a uno ganas de dejar su parte infinitesimal y usufructuaria de buhardilla y lanzarse a vivir a la intemperie, libre de estos enconos eviternos, agotadores y bastante mezquinos.

Andrés Trapiello es escritor.

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