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Columna
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Paz

Debo de ser un canalla, porque yo no quiero la paz, sino la derrota, como la de los nazis en 1945

Jorge M. Reverte

Paz es una de esas palabras que le acaban a uno quitando los argumentos. Si alguien la pide, o la ofrece, los brazos se abren instintivamente para conseguir que unos corazones antes enfrentados puedan comenzar a latir al unísono.

Es lo que está a punto de conseguirse en el País Vasco. La paz. Ni más ni menos que la paz después de décadas de violencia, de muertes injustas (no sé si las hay justas, he de preguntarle al cura que se la desea a Pedro Zerolo por ser homosexual). ¿Cómo va a negarse uno a aceptar la oferta de paz que surge de gentes de bien como lo son muchos militantes del PNV o de otros cercanos al PSE a los que no hace falta nombrar, además de los partidarios de ETA?

Una paz que es un proceso, que exige de quienes tienen que firmarla los mismos esfuerzos. Una paz en la que todos ceden. Unos dejan de matar, sin soltar las armas, y otros tienen que aceptar que hay un conflicto sin resolver y que la guardia civil debe irse del País Vasco. Una paz en la que no haya vencedores ni vencidos, salvo los guardias y los muertos, claro.

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Hermoso proceso, hermosa intención. O sea, que los que han sufrido el terrorismo se tienen que arrepentir, tienen que abrazar a los que mataron a su padre y aguantar el chorreo de bondadosos mediadores que les expliquen que todo ello ha sido para alcanzar un buen fin. De forma esquemática el proceso es: yo comencé a matar para obtener una serie de ventajas políticas y ahora lo dejo; o sea, que dame las ventajas políticas. Es un razonamiento impecable.

La verdad es que debo de ser un canalla, porque yo no quiero la paz, sino la derrota, como la de los nazis en 1945.

No quiero la paz, sino la libertad.

Cuando oigo la palabra paz en relación con Euskadi, me meto debajo de la cama.

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