Un parado más
El 10 de enero fue mi último día en la empresa que ha sido mi segunda casa durante casi 10 años. En todo este tiempo numerosas veces he abrazado a compañeros y compañeras que, normalmente de forma involuntaria, abandonaban la compañía, una compañía de la que hasta hace bien poco nos sentíamos todos muy, muy orgullosos. En ese abrazo sentía durante unos segundos una profunda tristeza fruto de la natural empatía, pero era una tristeza esquiva, vergonzosa, porque era consciente, en el mismo abrazo, de que unos segundos después volvería a mi poderosa rutina, y ese rodillo diluiría mi pesar en un par de e-mails.Mientras tanto, el excompañero saldría a la calle con el alma encogida en un puño. Hoy soy yo ese compañero. Hoy seré yo quien reciba esos abrazos de empatía efímera.
No voy a desmigajar aquí las razones de mi desencanto y de mi tristeza, porque el rencor es una herramienta que fagocita demasiados recursos, pero sí que voy a expresar mi miedo. Gracias a las gentiles gestiones de los mal llamados gobernantes, el panorama ahí fuera es desolador. Y asusta. Soy padre de dos hijos, uno de ellos de nueve años que ayer, cuando supo que no había leche en la nevera preguntó a su madre si es que ya no teníamos dinero para comprarla. Así que cuando salga por última vez de “mi” oficina, además de con la cabeza bien alta por el desvelo de estos años, por las horas y horas de dedicación, lo haré muerto de miedo. Ahora, también, por ellos, por mi familia, por mis amigos, que están por encima de convenios, patronales y sindicatos, lo haré con los dientes apretados y la mirada al frente.
Antonio Larrey, desde hoy, un parado más.— Antonio Larrey Lázaro.
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