El daño
Ahora que asoma la paz la sociedad debe facilitar que los ciudadanos hablen en voz alta
Ahora he estado en Bilbao, caminando por los lugares que en 1990, por ejemplo, parecían los infiernos del cuchicheo. Cené en un restaurante donde entonces quien conversaba conmigo, un filósofo, tenía que mirar a su alrededor por si quien estuviera cerca pudiera ser quien lo buscaba. En aquel viaje, un taxista que se ofreció a ser mi guía por Euskadi me advertía de los peligros como quien asiste a un extranjero en un campo de minas. En todos los lugares percibí entonces esa alerta dañina que se produce cuando ni la conciencia ni la vida se hallan en paz. Ahora, sin embargo, me pasé el día y la noche preguntando: qué pasa, qué pasará, qué hay de aquel clima, qué futuro espera, etcétera, y en todas partes, y a todas horas, y en cualquier compañía, sentí que estos 20 años, desde aquel ambiente de plomo a este instante, ha corrido el aire, se ha desenvuelto la vida hacia delante y no hacia al fondo sucio del temor al zumbido de la pólvora.
Mucho daño ha habido. El daño no se diluye jamás; se atenúa solo porque el tiempo maldito tiene dentro de sí también su propia bendición, su dosis de cierto olvido. Ese daño es multilateral: ha afectado a las numerosas víctimas, miles de víctimas, no solo aquellas que por desgracia perecieron en esta guerra absurda e inútil y perversa, sino todas aquellas que hay alrededor, los múltiples familiares; pero también la sociedad vasca (y española) entera, que ha vivido el sobresalto con la extrañeza con que Kafka decía que se vivía la propia rabia ante la injusticia. Los asesinos convirtieron Euskadi en un campo de minas de efecto inmediato y de efecto retardado. Ahora que asoma la paz lo que la sociedad ha de hacer es atenuar los daños, hacer posible otra vez que los ciudadanos hablen en voz alta en los bares y que en las casas las familias discutan otra vez sin temor a que el pariente sea quien levante la voz para cambiar argumento por amenaza.
En esas circunstancias, mientras ocurre esa normalización de la vida en contra del daño, es lógico que indigne esa fotografía que agrupa a los que asesinaron a tantos tantas veces (ese Kubati, por ejemplo, que asesinó a una mujer, Yoyes, en presencia de su hijo menor: no hay espejo peor de la maldad que ese empecinamiento malévolo en el daño), mostrándose en público sin el pudor que requiere el más mínimo arrepentimiento. Hay muchas maneras de dañar; y esta, la de mostrar con arrojo a una colectividad que causó tanto perjuicio en el ánimo de un pueblo y de unos ciudadanos concretos, uno por uno, es una forma muy perversa de ahondar la herida. Esta es una forma de revivir la maldad: masivamente, alevosamente; un grupo de antiguos presos que acaban de ser aliviados de su pena, avivan en público la pena causada. Al daño causado debe seguir o el arrepentimiento o el silencio. Si esta gente que se sometió al retrato público hubiera optado por diluirse en la sociedad cuya paz desmantelaron habrían ahorrado el innecesario y ominoso recuerdo de sus rostros. El tiempo no borra sino que oculta; ellos, apareciendo así, volvieron a interrumpir esta conversación que una vez fue de plomo y que ahora parece que deja entrar otra vez el aire.
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