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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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No querer hacer las cosas bien

En España, los Gobiernos de turno prefieren garantizarse la docilidad de los designados con sus nombramientos políticos que optar por instituciones independientes y competentes que beneficien a todos

EVA VÁZQUEZ

Por qué no hacen bien las cosas los Gobiernos? Esta es una pregunta clave para los que estudiamos las sociedades modernas. Si hacer las cosas bien genera más riqueza y empleo, ¿por qué hacerlas mal?

A grandes rasgos, existen tres explicaciones. La primera es que a los Gobiernos no les queda más remedio. Por ejemplo, reformar la universidad española supone enfrentarse con los beneficiarios del caos actual. Un Gobierno puede carecer de fuerzas para vencer esa resistencia. La segunda explicación es que los Gobiernos no saben qué hacer. Una nueva regulación financiera es complejísima. Incluso los mejores expertos pueden ser incapaces de predecir sus consecuencias. Las cosas salen mal porque es difícil hacerlas bien. La tercera explicación es que los Gobiernos no quieren hacer las cosas bien. Liberalizar mercados puede perjudicar los intereses personales de un ministro. Una reforma fiscal puede castigar a los grupos económicos que apoyan a un partido.

En el mundo real cuesta distinguir entre estas tres hipótesis. Si un Gobierno toma una mala decisión, ¿es que no puede, no sabe o no quiere hacerlo mejor? Casi siempre existen indicios a favor de cada hipótesis. Además, normalmente, las tres razones influyen. Por ello, para aprender cómo se determinan las políticas, lo que podemos hacer es buscar casos donde estemos razonablemente seguros de que solo uno de los tres factores impera. Así, identificamos el motivo detrás de una mala decisión y podemos diseñar mecanismos para evitar su repetición.

Tristemente, en España, uno no tiene que buscar mucho para encontrar esta identificación. La política de nombramientos en instituciones del actual Gobierno solo se explica desde la voluntad de no querer hacer las cosas bien. Desde la presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores a los consejeros de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia pasando por los miembros del Consejo de Seguridad Nuclear y muchos otros, hemos asistido a nombramientos que desafían la credulidad.

¿Por qué estos nombramientos solo se explican por el deseo de no querer hacer las cosas bien? Nombrar a personas independientes y competentes, lejos de generar rechazo, hubiera sido aplaudido dentro y fuera de España. Por tanto, la primera explicación, las imposibilidades políticas, no se sostiene. La segunda explicación, no saber qué hacer, tampoco es plausible. La evidencia de que la buena selección de directivos públicos incrementa el bienestar es abrumadora. Nuestros gobernantes la conocen de sobra y la Unión Europea nos la recuerda constantemente. Por eliminación, nos queda la tercera explicación: el no querer hacerlo bien.

Las sinecuras de los organismos públicos son el Estado de bienestar de los políticos españoles

La siguiente pregunta es inmediata. ¿Qué gana el Gobierno con tales nombramientos? Dos cosas. La primera, controlar las instituciones. Una Comisión Nacional del Mercado de Valores o una Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia vigorosas pueden cercenar la libertad de actuación futura del Gobierno. A nuestros políticos esta idea no les gusta por dos razones. Primero, porque esta libertad es muy valiosa para ellos en una economía pequeña e intervencionista como la española. El reciente sainete de la subasta de electricidad ilustra este argumento.

Segundo, porque la mayoría de los políticos españoles nunca ha interiorizado el espíritu del Estado de derecho y la idea de controles y contrapesos. Mientras que formalmente proclaman su adhesión a tales principios, nuestros políticos piensan que las normas, como en el viejo pase foral, se acatan, pero no se cumplen. ¿Europa nos pide una Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal? No pasa nada. Como el Gobierno no cree que tal autoridad sea buena idea, escribe una norma que, formalmente, satisface los requerimientos de Bruselas para luego desvirtuarla en los detalles normativos, en retrasos en su implementación y en los nombramientos de sus gestores.

En una interpretación capciosa de la Constitución, estas arbitrariedades se disfrazan de actos políticos legitimados por las urnas. Y para evitar sorpresas inesperadas, las arbitrariedades se escudan en un Consejo General del Poder Judicial seleccionado por los políticos para generar una magistratura temerosa de controlar al Ejecutivo.

La segunda ganancia del Gobierno es recompensar a los colaboradores de los partidos políticos. Los dirigentes de los mismos comprenden que necesitan palos (la amenaza de salirse de la lista electoral) y zanahorias (los cargos a repartir) para asegurar la dócil cooperación de todos. Estas designaciones son el pegamento que sostiene un ecosistema de políticos profesionales que raramente han alcanzado la excelencia en el mundo privado. Las sinecuras de los organismos públicos son el Estado de bienestar de nuestros políticos.

Este sistema sobrevive por la ausencia de una fiscalización efectiva de la actuación pública. Los jueces no osan trazar la frontera entre la arbitrariedad y la discrecionalidad de los poderes ejecutivos y legislativos. Los medios de comunicación prestan poca atención a la buena gobernanza, sobre todo si los pecados son “de los míos”. La sociedad civil, invertebrada, raramente combate las inmunidades del poder.

En resumen: la selección de directivos en nuestras instituciones no es un accidente. Es una respuesta estructural dados los incentivos existentes. Los Gobiernos no quieren ser controlados, unos políticos de mala calidad necesitan de salidas económicas personales y los mecanismos de control no operan.

El origen de la situación está en unos partidos nuevos y débiles que necesitaban afianzarse

En los ejemplos anteriores me he referido al Gobierno actual por ser quien, respaldado por una mayoría absoluta, toma hoy las decisiones. Pero el análisis, al ser estructural, no se limita al PP. El PSOE, Izquierda Unida, CiU y PNV han participado con alegría en el sistema por décadas. Las organizaciones empresariales y los sindicatos mayoritarios también han sabido acomodarse al reparto de cargos.

Más en concreto: aunque los socialistas ahora protesten, cuando estuvieron en el poder actuaron igual o peor. Como hemos visto recientemente con el Consejo General del Poder Judicial, a la hora de la verdad, populares y socialistas se reparten cargos sin rubor. Los socialistas saben que, eventualmente, regresarán al poder y tienen tan poco interés en quedar fiscalizados como los populares. Y, mientras tanto, hay que contentar a muchos.

Las razones que han llevado a esta situación se encuentran en la economía política de la Transición a la democracia. Unos partidos nuevos y débiles necesitaban afianzarse y las instituciones del franquismo, renovarse. Colocar a los “nuestros” cumplía, así, una doble misión. Con el argumento de la democratización de las instituciones, tal actuación era fácilmente vendible a una sociedad que, acostumbrada a ser ignorada, tampoco exigía mucho.

Los males del sistema se incrementaron con el tiempo. Al modernizarse la economía española, las alternativas a las carreras administrativas y jurídicas, los caladeros de nuestras élites políticas, se multiplicaban. Al mismo tiempo, las reforzadas burocracias de los partidos iban expulsando a aquellas personas más capaces o, más comúnmente, impidiendo su promoción en la organización. Ambas fuerzas llevaron a un desplome de la calidad media de los políticos. La burbuja inmobiliaria agudizó el proceso. Por un lado, la burbuja multiplicó las rentas que los políticos podían extraer del sistema. Por otro, la aparente prosperidad anestesiaba a la sociedad frente a los abusos.

El reto es romper el sistema actual. La regeneración institucional de nuestra democracia es fundamental para una expansión sólida de la economía. Nuestra clase política va a emplear la excusa del magro crecimiento que probablemente tengamos en los próximos años para cantar victoria. Armados con tal argumento y con la garantía implícita del Banco Central Europeo para refinanciar nuestra deuda, cesará todo esfuerzo reformista. Ante la falta de voluntad de la mayoría de los partidos, la sociedad civil, con su movilización política, legal y mediática, tendrá que liderar el esfuerzo de quebrar el deterioro de las instituciones y restaurar el Estado de derecho en España.

Jesús Fernández-Villaverde es catedrático de Economía de la Universidad de Pensilvania.

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