La redistribución de la propiedad de la tierra avanza lentamente en Sudáfrica
La aplicación de la reforma agraria impulsada por Nelson Mandela para reducir la desigualdad en el país africano está siendo más díficil y cara de lo previsto
Si el oom (tío) Paul Kruger pudiera ver a su tataranieto Hannes en la granja donde trabaja creería estar en una pesadilla. Nada tendría sentido. El viejo Kruger fue el quinto presidente de la República Sudafricana de finales del siglo XIX, con un país instalado en la segregación y discriminación racial, siempre a favor de los descendientes de europeos.
En junio de 1913, una década después de su muerte, el Parlamento sudafricano aprobaba la Ley de la Tierra de Nativos que fijaba la distribución de la propiedad y que a la práctica supuso un cambio del panorama económico y social del país que aún perdura. Con el objetivo de proteger a los granjeros blancos, a los negros sólo se les permitió poseer el 7% de la tierra, porcentaje que se duplicó a partir de 1936, a pesar de suponer el 80% de la población. Así, los blancos tomaron por la fuerza de la ley la práctica totalidad de las tierras fértiles y obligaron a esos nativos a buscarse la vida. Hasta la década de los noventa del siglo pasado hubo millones de desplazados que pasaron a engrosar las bolsas de mano de obra barata en minas y servicios en las áreas urbanas o en jornaleros en el campo.
Aunque no lo vio con sus ojos, el tío Paul encajaba en el espíritu de esa ley de tierras y en las posteriores que hasta la instauración del régimen del apartheid en 1948 fueron mermando los derechos de los no blancos. Pero la vida de Hannes nada tiene que ver con los tiempos de su insigne antepasado. Desde hace tres años es la mano derecha de Tepsy Ntseoane en su granja de Sebokeng, población a unos 60 kilómetros al sur de Johannesburgo. Ntseoane es mujer y, para más señas, negra de la etnia de los sothos.
La Ley de la Tierra de Nativos estuvo vigente hasta 1991 y cuatro años más tarde el primer Gobierno democrático de Nelson Mandela se embarcó en una ambiciosa y compleja política de restitución y redistribución de la titularidad de la tierra con la que se pretendía, por un lado, dar más pasos en la reconciliación racial y, por otro, contar con una herramienta contra la pobreza rural.
Hasta 1991 la ley protegía a los granjeros blancos y a los negros sólo les pemitía poseer el 14% de la tierra
Con la restitución se pretende devolver las tierras a sus propietarios legítimos, previa acreditación. Por el contrario, la redistribución no se basa en derechos sino en la voluntad de emprender. En cualquiera de los dos casos se exige a los beneficiarios que presenten planes de negocio sobre cómo van a gestionar la explotación. Una de las grandes preocupaciones del Gobierno es que el cambio de manos de la tierra no ponga en riesgo la producción agrícola y haya escasez de alimentos en los mercados por culpa de una mala gestión o falta de habilidades.
El proceso está siendo más lento y caro de lo previsto, subraya la organización Abogados por los Derechos Humanos. El objetivo inicial era transferir hasta 1999 el 30% de las explotaciones comerciales, equivalentes a 26 millones de hectáreas, algo así como la mitad de España. Expectativas demasiado altas que han obligado a revisar y ampliar los plazos. Los últimos datos que aportó el ministro de Agricultura, Gugile Nkwinti, cifran que en las dos últimas décadas se han transferido ocho millones de hectáreas, apenas un tercio de lo previsto. Además, de las 79.000 reclamaciones para que fueran devueltas las tierras a los propietarios originales, 71.000 al final prefirieron compensaciones económicas.
Ntseoane y su granja de casi 600 hectáreas es parte de esta nueva política de corrección de desequilibrios e injusticias históricas que ha beneficiado a 231.000 personas. En 2006 el Gobierno compró las tierras a un granjero blanco y le transfirió la gestión a esta mujer con unas condiciones ventajosas. La propiedad del terreno, los establos y la casa continúan siendo de titularidad pública pero Ntseoane se encarga de la explotación en régimen de alquiler con posibilidad de compra futura pasados 30 años. Responsables del departamento regional de agricultura controlan cada año el uso que hace de la tierra y la gestión del negocio y si se aprecian pérdidas constantes, el beneficiario puede perder la granja. Los dos primeros años Ntseoane tuvo pérdidas que asumió el Ejecutivo y, a partir del tercero, ya cumple con el acuerdo de pagar el 6% de los beneficios que obtiene.
La familia de Ntseoane no proviene de un ambiente rural y de hecho ella ha llegado al sector agrícola de rebote. Al contrario que los alimentos que recorren el camino del campo al plato, esta mujer estuvo años trabajando en el mundo del catering. “Iba cada día al mercado y me di cuenta que yo podía plantar esos alimentos”, explica desde la mesa de su acogedora casa de planta única. Su “pasión” por lo campestre, como ella dice, se había iniciado de niña, ayudando a un tío suyo en un huerto doméstico.
Con esa pasión indagó en los requisitos que el Gobierno pedía para convertirse en granjera. Corría 2005 cuando inició el papeleo de la solicitud. Todo sin el apoyo de su marido, admite, que la siguió a regañadientes y hoy vive en la granja, ajeno al negocio y las tribulaciones de su esposa. “Es mi negocio, sólo mío”, explica riendo.
La política gubernamental de redistribución de tierras se ha basado en el principio de “un comprador dispuesto, vendedor dispuesto”, huyendo de las expropiaciones forzosas que ha practicado el vecino Zimbabue. No siempre es fácil encontrar vendedores, sobre todo en la rica región vitivinícola del Western Cape caracterizada por valorados vinos que se exportan a todo el mundo. Ni aunque el compromiso del Gobierno sea pagar la tierra a precio de mercado.
La reticencia a vender, las altas tasas de inflación que arrastra Sudáfrica y la corrupción y el fraude han acabado por encarecer la factura de la reforma agraria. Nkwinti reconoció en el Parlamento que el precio de la tierra se “dispara por los intermediarios entre el agricultor propietario y el Gobierno”, mientras que los Abogados por los Derechos Humanos culpabilizan directamente a la “connivencia de tasadores y funcionarios”. El programa ha costado ya al erario público unos 2.000 millones de euros sumando los programas de devolución y redistribución. Sin embargo, la enorme inversión no ha conseguido parar la sangría del desempleo agrícola y sólo entre el periodo entre 2006 y 2012 el número de parados se duplicó y ahora la tasa se sitúa en el 52%, el doble que la media oficial del país.
Para acelerar el proceso, el Gobierno ha introducido ya en el Parlamento el borrador de la Ley de Expropiaciones en casos de “interés general” con la que poner coto a los excesos habidos, aunque la oposición advierte de que choca con la Constitución. Así, continuará habiendo compensaciones económicas por las tierras pero ni se pagarán inmediatamente ni estarán ligadas al valor del libre mercado.
Las dificultades de la reforma se traducen, entre otras cosas, en largas listas de espera y “frustración entre los potenciales beneficiarios”, señala un informe oficial. Es el caso de otra mujer, Nonie Mokose, que solicitó tierras en 2006 y sigue esperando. Nacida en el viejo gueto de Soweto, sus padres se trasladaron a Lesoto, un país rodeado por Sudáfrica donde sin el apartheid de por medio le propició una buena educación que concluyó en una universidad de Estados Unidos para completar estudios de nutricionista. Ya de vuelta a Johannesburgo, decidió que lo suyo era poseer “una granja comercial”. Mientras le adjudican terrenos en una provincia sureña, Mokose se ha asociado con un granjero blanco y cada año produce más de 50 toneladas de patatas que destina a la industria alimentaria.
Mokose es crítica con la reforma agraria y se queja de que en muchas ocasiones el Gobierno no ha controlado que “las tierras que se venden los blancos no son productivas o al irse de las granjas éstos destruyen o se llevan la maquinaria” y, por lo tanto, los nuevos gestores tienen complicado el éxito. “Esto no es magia, es un negocio y hay que ganar dinero”, apunta para señalar que hay que “dar tierra a los que quieren cultivarla, trabajarla y saben cómo hacerlo”.
En este sentido, esta empresaria de la patata es inflexible con endurecer los requisitos a futuros granjeros. “No tienes plan sino planificas”, sentencia para subrayar la importancia de que el nuevo granjero tiene que tener habilidades y conocimientos no sólo sobre técnicas de cultivo sino también “sobre cómo funciona el mercado o saber encontrar financiación, de lo contrario, será un fracaso”. Obligaciones y responsabilidades para los beneficiarios, resume.
Ntseoane tuvo mucha más suerte y ya contaba con algunas de las aptitudes que reclama Mokose porque con anterioridad había gestionado su propia empresa. En poco más de un año pasó por todo el circuito: descubrió la granja, habló con el granjero blanco, pidió al Ministerio que negociara con él las condiciones de la venta y elaboró su propio plan de negocios. Con el visto bueno oficial, también le fue más fácil pedir créditos a los bancos porque el Gobierno avala a los beneficiarios. Uno de los cursos de formación la llevó hasta Madrid dentro de un programa de cooperación internacional.
Durante los primeros años el Gobierno le asignó un “mentor” del que aprendió lo necesario para meterse en el negocio. Los programas de formación son uno de los pilares de la reforma agraria porque con las expropiaciones forzosas a los agricultores negros les arrebataron no sólo la tierra sino también los conocimientos de cómo manejarlas que se perdieron cuando les fueron arrebatadas las tierras a la fuerza. En algunas provincias granjeros blancos trabajan codo con codo con sus colegas negros entrenándoles y guiándoles en el nuevo negocio. “Al principio los blancos se resistían y algunos te decían que no seríamos capaces pero poco a poco han ido cambiando su pensamiento y tenemos que aprovechar esa ayuda porque son buenos agricultores”, admite Ntseoane.
La inflación, la corrupción y el fraude han encarecido la factura de la reforma agraria
No obstante, esa cooperación no es suficiente para que agricultores blancos y negros se mezclen en asociaciones sectoriales y cada raza mantiene sus propias patronales agrícolas. Ntseoane tiene cerca un ejemplo de estos mundos paralelos y hace un par de años fundó Cooperativas de Mujeres Sudafricanas, una entidad sólo de agricultoras negras. “Poco a poco”, asegura.
Está satisfecha de sus años al frente de la granja. “Si ahora volviera el antiguo propietario no reconocería muchas cosas porque he estado trabajando duro en las mejoras, tanto en el campo como en la casa”, comenta orgullosa. Con casi 600 hectáreas de terreno, dedica la mitad al cultivo de millo y maíz, 140 cabezas de vacas y tres toros. Además, acaba de empezar a criar a un puñado de cerdos con el espíritu de avanzar en nuevas líneas de negocio. Durante la recogida de la cosecha emplea a unos 30 trabajadores pero su equipo se limita, de momento, a seis hombres que ocupan unas casas al lado de su residencia familiar en la que vive con su marido y dos hijos menores.
Hannes, el descendiente del presidente Kruger, el mismo que da nombre al más famoso parque nacional del país, es uno de los trabajadores estables. “Nos entendemos bien. He estado trabajando con granjeros blancos pero como esta mujer me trata, nunca en la vida nadie me ha tratado”, cuenta el capataz abrazando a su patrona.
“La gente nos mira cuando vamos juntos a la ciudad a comprar o al mecánico”, admite entre risas la granjera, mientras reparte un refresco con el que calmar la sed de la calurosa mañana. A su lado, Hannes asiente y en referencia a su tatarabuelo Kruger admite que seguramente le extrañaría verle trabajar a órdenes de una negra, como le pasa a muchos sudafricanos. “Pero somos una nueva generación y blancos y negros tenemos que luchar juntos porque al fin y al cabo tenemos los mismos problemas”.
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