Sobre cacheos
Sólo en los países que gozan de una cierta justicia social es posible vivir sin miedo

Si la máxima pena, la de muerte, jamás ha disuadido, según confirman las estadísticas, a los criminales, tampoco parece que el dejar la seguridad en manos privadas convierta un país en un lugar seguro. Muy al contrario, la presencia masiva de guardias de seguridad que responden de sus actos ante una empresa y no ante el Estado viene a constatar que hay un sector de la población que considera que ha de protegerse del otro. Eso se paga con dinero, esa suerte de cordón de seguridad que evita el contacto con supuesta gente indeseable. Coincide que en los países en los que abunda esa división radical entre protegidos y desamparados son también aquellos en los que uno se siente más inseguro.
Como saben, en estos días se debate la posibilidad de permitir a vigilantes privados el cacheo, identificación o retención de un individuo. Algo completamente contrario a la idea de la Europa que hasta ahora veníamos conociendo, en donde los servicios más sensibles, los relacionados con la seguridad, la salud o la educación, eran gestionados por el Estado, para que fuera este quien tuviera que responder de las prácticas de las fuerzas de seguridad, del sentido igualador de la educación o del derecho universal a la asistencia sanitaria. Día tras día nos encontramos con que una de esas piezas que conformaron un panorama de bienestar desaparece del puzle, dejando irreconocible el retrato de una sociedad que, con todas sus imperfecciones, era un lugar habitable. Solo en los países que gozan de una cierta justicia social es posible vivir sin miedo. Ya pueden radicalizar las leyes: aumentando las causas de detención, imponiendo multas intimidatorias o dejando que las empresas rentabilicen la protección. Solo servirá para excluir y dividir la sociedad en dos: mientras unos dormirán tranquilos, otros pasarán la noche con los ojos de par en par.
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