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Columna
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Setze jutges

Miro Monjuïc y me imagino allí subido disparando cañonazos sobre el Ensanche y viendo morir a los que fueron mis amigos, destrozados por la metralla

Jorge M. Reverte

Forma parte del mito de la nación catalana: durante la guerra de Sucesión (que no de Secesión), los milicianos partidarios del archiduque austriaco (dicen que catalán) Carlos, cuando cazaban a un incauto por el campo, le obligaban a repetir el trabalenguas “setze jutges”. Si no lo pronunciaba bien, consideraban que era un partidario del borbón Felipe, que luego sería Felipe V, y le rebanaban el cuello.

Y hete aquí que 300 años después sigue reinando en España un Borbón. Trescientos años de tiranía y opresión que pueden percibirse a poco que uno pasee por las Ramblas. Los niños lloran porque no pueden hablar catalán, los comerciantes se arruinan porque pagan impuestos para que los extremeños se lo gasten todo en golferías como que sus hijos aprendan a utilizar ordenadores, y así todo.

Como no se remedia la cosa, hay quien piensa en volver a poner en las terminales del Prat o del AVE a unos cuantos mossos d’Esquadra a controlar si los pasajeros que lleguen saben pronunciar eso de los jutges. Confieso que yo ya estoy en ello, porque me gusta ir a esa Barcelona sojuzgada en la que los madrileños nos sentimos dominadores desde hace tres siglos. A mí por lo menos me pasa. Miro Montjuïc y me imagino allí subido disparando cañonazos sobre el Ensanche y viendo morir a los que fueron mis amigos, destrozados por la metralla. Lo lamento, pero está en mi alma, en mis genes centralistas de siervo borbónico.

Intentaré pronunciar bien el trabalenguas, pediré cita hoy mismo a Jaume Sobrequés para que me guíe por las científicas jornadas en torno a 1714, aquel año en que mi grandeza alcanzó sus mayores cotas. Y le haré el saludo fascista, que es lo que todos los madrileños hacemos al levantarnos de la cama, para que no dude de mi calaña.

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