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Tribuna
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También aquellos perdedores eran España

Después de 74 años, los demócratas deben afrontar la guerra civil sin revanchismo

 La Iglesia católica celebró en Tarragona la beatificación de mártires más masiva de su historia, la de 522 religiosos asesinados en la Guerra Civil española. Unas 200 personas participaron ese mediodía en Tarragona en un homenaje en memoria de las 771 víctimas de la represión de la dictadura franquista en esa ciudad como respuesta a la ceremonia de la beatificación.

Cuando ha acaecido algo tan tremendo como una guerra civil, es difícil enfriar las cenizas, y las dos noticias de arriba parecen confirmarlo. Han pasado 74 años y me gustaría que los demócratas fuéramos capaces de transmitir nuestros sentimientos sin revancha, cuando nos referimos al salvajismo sobrevenido de aquel golpe de Estado del año 1936.

Ante la realidad que conocemos por la historia, tenemos ya que ser mayores de edad en el enjuiciamiento, única manera de lograr lo más importante, cual es recuperar a las dos Españas. Y desde esa voluntad noble se puede entender que si no recuperamos también la España que perdió en las trincheras, no es que tengamos una sola España, es que tendremos media España. Si desde la democracia no tenemos la honestidad de abrirnos a la razón de que muchos ciudadanos desean recuperar la memoria de lo que perdieron, nos vamos a encontrar con una cuenta sin saldar y, en el ir y venir de la vida española, se pueden producir desencuentros porque para muchos hay una reclamación histórica que no fue atendida. Teníamos la España de Franco, pero llegó la democracia y es justo que España recupere el patrimonio de la otra España silenciada. Ese ejercicio de rescate es sin duda un valor que pertenece, no solo a los que anhelan recuperar ese trozo olvidado, sino que es patrimonio común de todos los españoles. También aquellos perdedores eran España.

No tendremos la paz de todos hasta que sepamos todas las situaciones
que padecimos

Desde el siglo XXI no hay que pretender cambiar los sucesos, sino definirlos mejor y sacar a la luz verdades que se forzaron para que no fueran conocidas, pero no para echarlas en cara, sino para que la historia quede completada. Hay que razonar lo que se diga con limpieza de ánimo y sinceridad, y por supuesto con claro afán de conciliación y de reconciliación. Es más, también quiero comprender a los familiares de los que ganaron la guerra en las trincheras y en el campo de batalla. Esos ganadores fueron también sufridores de una guerra que ganaron. He de estar igualmente en sintonía de comprensión con aquellos soldados que también son dignos de consideración y aprecio, porque ellos no quisieron hacer una guerra cuyas consecuencias padecieron. No hay que ser ya verdugos, sino comprensivos. Esos ganadores tienen mi aprecio humano porque, en efecto, fueron arrancados de sus hogares, marchitaron sus esperanzas y su juventud, abandonaron a sus padres ya ancianos, a sus esposas, a sus hijos. Los lanzaron a un combate en el que no querían participar, les obligaron a sobrevivir entre la pólvora y la sangre. Sin querer combatieron, sin querer mataron y sin querer murieron. Aquella guerra asustó tanto a los que ganaron como a los que perdieron, porque, al final, todos perdieron, perdió España. Recibir el encargo de matar a compatriotas era una sinrazón y esa tortura la sufrieron tanto los vencedores como los vencidos. Tal despropósito, tal desatino, solo se cura con la posibilidad de despertar sentimientos de reencuentros en aquello que unió a los españoles de un bando y de otro.

La historia de la humanidad es la narración ininterrumpida del enfrentamiento. Pero las guerras han sido cada vez más carniceras. Desde la nobleza caballeresca hemos recalado a la guerra bioquímica. Así que la guerra como medio es en sus razonamientos una contradicción, porque se alcanzan más desastres y adversidades que los que se tenían antes de que estallara el combate. La guerra, cualquier guerra, cualquier bando, bestializa al soldado. Estamos viendo en televisión cómo los soldados programados para matar, matan a inocentes sin necesidad y fuera de las trincheras. Se ceban con la población civil con excesos inhumanos, practican vejaciones, protagonizan barbaridades que son consecuencia de ese motor imparable que ponen en marcha al colocarles consignas a los soldados con propósitos agresivos y fatales.

No es guerracivilismo estudiar los excesos de los vencedores, pero tampoco ha de serlo entrar en la averiguación de las torpezas republicanas. Porque una y otra cosa forman parte de esa España total a la que me refería. No tendremos la paz de todos hasta que sepamos todas las situaciones que padecimos. Y no deberá obviarse ese propósito. Era natural que al mutismo impuesto durante 40 años sucediera un anhelo por derribar interrogantes. Por eso digo abiertamente también, para que nadie pueda albergar reservas mentales, que los demócratas aceptamos sin objeción alguna que se estudie, que se revise el periodo republicano, que se aireen las luces y las sombras de esos años convulsos y tremendos de la historia de España. Sí, que se indague hasta la saciedad, para limpiarnos todos mejor de la mugre que conlleva meter debajo de la alfombra de la memoria la basura de las equivocaciones.

La mayoría de los contendientes
fueron víctimas,
y merecen respeto

Pero, de igual forma, como medio completo de higiene, porque no tiene sentido asear solo medio cuerpo, tenemos que aceptar que se estudie el periodo completo de la Guerra y de la Dictadura, también por los excesos que protagonizaron los vencedores. Pero ahí, entre los que vencieron que murieron, que han sido olvidados, también es de justicia recibirlos con honor porque creían defender unos ideales y, ante tal creencia, no caben discriminaciones. A ellos debemos todos el mismo respeto que a los que también murieron aunque perdieran la vida y la guerra. El soldado merece el respeto, pero no lo merece el asesino, ese otro personaje que instalado a veces en la retaguardia era el manijero que señalaba los ajustes de cuentas, en frío y sin piedad. Los asesinos de un sitio u otro, de un lado u otro del frente de combate, nunca deben ser recibidos con honores por nadie porque entonces, si metemos a todos en el mismo saco, estamos pervirtiendo la historia y al sentido ético con el que hemos de interpretarla.

Los historiadores nos van contando las circunstancias cada día con más datos, porque va aumentando la información en que se apoyan. Y una vez que sepamos todo lo que sea posible conocer, hay que ponerse en la piel bienintencionada de los herederos de aquellos que murieron y que fueron olvidados. Los hijos o nietos de aquellas víctimas no quieren ya sacar los colores a nadie, ni buscar afrentas, ni pedir venganza. El deseo de estas personas es muy sencillo: ejercer el derecho de enterrar dignamente a sus muertos y dejar clara su memoria.

La mayor parte de los contendientes en la Guerra Civil fueron víctimas, víctimas vencidas y víctimas vencedoras. Otros, los menos, son los culpables de subvertir un orden que estaba democráticamente construido y cimentado. Aquí solo debemos oponernos a que se reivindique el nombre del asesino, porque ello sería hacer apología del mal y eso no contribuye a consolidar la democracia sobre la base de los buenos deseos y de la verdad. No podemos —ni debemos— bendecir lo criminal, pero sí queremos que cada uno reivindique la memoria de quienes, sin ser culpables, padecieron, murieron y encima fueron olvidados.

Algo que no daña a otros, pero que sana y reconforta a los que son herederos de sangre y de ideas de aquellos a los que se les arrancó del libro de los sucesos las páginas de su sencilla y también honesta trayectoria.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra fue presidente de la Junta de Extremadura.

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