Dos años y un día
Los rasgos de fanatismo en el mundo de ETA pueden ahora combatirse políticamente
Ayer se cumplieron dos años desde el anuncio del cese definitivo de la actividad armada de ETA, y a fines de julio, cuatro años desde su último atentado mortal. Lo segundo avala lo primero: el cese sí era definitivo. Sin embargo, personas y grupos muy activos contra el terrorismo viven este momento con frustración y, por ejemplo, identifican la probable revisión de la doctrina Parot —que hoy se verá en el Tribunal de Estrasburgo— con “impunidad” de presos que llevan 20 años en prisión. Esa frustración se debe a que el cese no se ha traducido en la disolución de la banda y entrega de las armas que escenifique su derrota. Y a que los partidos continuadores de la antigua Batasuna han accedido a las instituciones con fuerte apoyo electoral.
ETA condiciona su disolución a que se encauce el problema de sus presos; y el Gobierno condiciona cualquier medida penitenciaria a la disolución de la banda. Esto es consecuencia de que si bien ETA aceptó renunciar a seguir practicando la violencia, justificó su utilización en el pasado. Y la fórmula para hacer compatibles ambas actitudes era mantener la demanda de negociación como única vía de cierre formal de ese pasado y a la vez de reconocimiento de la utilidad de la lucha armada.
La negociación versaría sobre presos, armas y retirada del territorio vasco de las fuerzas de seguridad. Solo cuando se hizo evidente que ni España ni Francia aceptarían ese planteamiento, la izquierda abertzale sugirió un cambio de estrategia que pasaba por admitir los cauces legales en las demandas penitenciarias y por reconocer el daño causado como paso previo para la reinserción. El pulso interno fue zanjado por ETA mediante un comunicado de fines de septiembre en el que rechaza esas propuestas, insiste en la negociación y emplaza a la izquierda abertzale a ser más activa.
El otro motivo de disgusto, la participación institucional de ese sector, se traduce en reproches como que el Gobierno y los jueces se contentan con el fin de los atentados, sin considerar la continuidad de los objetivos políticos de ETA y su entorno. En política, casi ningún problema se soluciona sin suscitar a su vez otro. ETA aceptó lo que jueces, políticos y opinión pública venían exigiéndole: que renunciase a matar por sus ideas, no a sus ideas. Lo hizo a cambio de la legalización de su brazo político, pero ello supuso la aparición de un nuevo problema. No solo era que se admitía en la competición política a quienes habían legitimado el terror, sino que sus buenos resultados electorales y consiguiente acceso a las instituciones plantearon dilemas inesperados. La renuncia a la violencia no ha eliminado los rasgos de fanatismo y voluntad impositiva que perviven en muchas actuaciones: por ejemplo de exaltación de los condenados por terrorismo. Pero esos rasgos no necesariamente deben combatirse con nuevas ilegalizaciones o denuncias judiciales, sino con mejores argumentos e iniciativas políticas. Algo que hoy se puede hacer en mejores condiciones que cuando implicaba ser objeto de la amenaza de ETA y sus cuadrillas juveniles de acoso.
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