Cataluña y la amistad
No se puede aplicar a Cataluña el discurso antinacionalista de la lucha contra ETA
Creo que Rosa Díez se contradice en su artículo ¿Quién defiende a España?, de EL PAÍS del 7 de octubre. Y creo que tanto esa contradicción como, sobre todo, el hecho de que pase desapercibida señalan un aspecto preocupante del debate que se ha entablado entre nosotros con respecto al independentismo catalán.
La contradicción es la que sigue. Ella afirma que en “países serios” como Francia, Alemania, EE UU y Reino Unido jamás ocurriría lo que está ocurriendo en España, y que bajo ningún concepto se asistiría en esas democracias al “abandono de la defensa de lo común” que a su juicio asuela hoy nuestro país. Pero lo cierto es que el único de tales países con una demanda nacionalista más o menos comparable a la nuestra es Reino Unido, y resulta que lo que allí van a hacer es celebrar un referéndum sobre la independencia de Escocia dentro de la más absoluta normalidad democrática. Precisamente lo que aquí solicita el independentismo catalán.
Que una discordancia de tal calibre pase desapercibida indica que los parámetros del debate están algo enrarecidos. Como si las categorías con las que enfrentamos el mundo no nos dejaran ver ni lo más evidente. Aunque sin duda eso es así por múltiples motivos, quizás uno de ellos consista en que en España, durante los años del terror etarra, elaboramos un discurso antinacionalista que “funcionó” —perdonen la simplificación— de un modo muy eficaz frente a aquella barbarie. Y, aunque en lo relativo al nacionalismo catalán tal discurso no sirve, seguimos en buena medida presos de sus inercias.
En Cataluña la voz de los catalanes ya no desautoriza a la supuesta etnia, o al menos no está claro que vaya a hacerlo
Aquel discurso lo enarbolaron pensadores como Fernando Savater y muchos otros que, lejos de limitar su intervención a la pura teoría, se convirtieron en un ejemplo de coraje cívico y valor moral frente al terror, haciendo así honor al verdadero significado de la palabra “intelectual”. Se basaba en ciertas ideas-fuerza de corte dicotómico, de entre las cuales las más poderosas fueron las de violencia vs pacifismo y las de etnia vs voz. La primera dividía el mundo entre los que hacían uso de la fuerza y la intimidación y los que no. La segunda, entre quienes apelaban a la existencia de un pueblo ancestral cuya voluntad solo ellos parecían conocer y quienes se limitaban a escuchar lo que los concretos habitantes de tal pueblo expresaban libremente en las urnas. Aceptar aquellas categorías era situarse indefectiblemente del lado de la democracia, y eso configuraba un universo en el que todos estábamos del mismo lado. Todos menos ETA y los suyos, claro.
Pero ahora el escenario es otro. Con el independentismo catalán ese discurso sencillamente no sirve. No sirve, es evidente, la primera dicotomía, pues estamos ante un movimiento político de corte indudablemente pacífico. Pero no sirve tampoco —y esto es lo que creo que no parece tan claro, y de ahí el enrarecimiento del debate— la segunda. Por mucho que algunos se empeñen en endosar al nacionalismo catalán la etiqueta de “étnico”, aquí ese enfoque no conduce a ningún lado.
En el País Vasco la confrontación entre etnia y voz funcionó porque era la propia voz de la etnia la que deslegitimaba el terror. Esto es, porque eran los propios vascos los que de modo abrumador desautorizaban a sus supuestos representantes. La voz que se contraponía a la etnia era, en consecuencia, la voz de los propios vascos, no la de la generalidad de los españoles. Así se entendió siempre en las argumentaciones pertinentes, y por eso a nadie se le ocurrió entonces alegar que una mayoría de españoles rechazaba el terror etarra, algo que de puro evidente no hubiera aportado absolutamente nada. Y, sin embargo, hoy sí escuchamos con respecto a Cataluña que la decisión, la voz, ha de cederse al conjunto de los españoles, y no solo a los catalanes. ¿Por qué?
No es buena idea tratar de dibujar ahora una frontera entre demócratas e independentistas
Porque en Cataluña la voz de los catalanes ya no desautoriza a la supuesta etnia. O, al menos, no está tan claro que vaya a hacerlo. De hecho, lo que ha empezado a hacer esa voz es configurar una nueva etnia. “Etnia” es, por supuesto, una palabra poco simpática. Pero tiene bastantes sustitutos más o menos presentables: un nuevo pueblo, una nueva nación, un nuevo sujeto internacional… lo que ustedes quieran. El caso es que hay algo nuevo que antes no estaba, y que, le demos el nombre que le demos, se está articulando en torno a una voz, a una voluntad. Por eso, como ocurría con las espadas frente al Balrog de Moria, las viejas dicotomías ya no sirven aquí.
Y no solo no sirven, es que resulta contraproducente aplicarlas sin mayor reflexión. Antaño, contra ETA, el lema que se escuchaba por doquier era “en democracia, sin violencia, todo es defendible”, y era difícil no estar de acuerdo. La división resultante era obvia: demócratas contra violentos. Pero es que, ahora, frente a un movimiento perfectamente pacífico, algunos parecen empeñados en demostrar que lo que en realidad se quería decir era que “en democracia todo es defendible… excepto el independentismo, claro, porque eso es siempre algo etnicista”. Pretender que la frontera que ahora se ha de dibujar sea entre demócratas e independentistas no es una buena idea. No solo no ayuda al encuentro, es que lo dinamita. Y ensancha el abismo que nos separa.
¿Qué hacer? Hasta cinco veces repite Rosa Díez en su texto la palabra “lealtad”. Pero la lealtad se exige ante un acuerdo previo, y su legitimidad se desprende por tanto de una obligación voluntariamente prestada al mismo. Y ocurre que es precisamente la voluntariedad originaria la que se pone ahora en duda por parte de algunos de los firmantes, luego poco recorrido se vislumbra por ese camino.
Solo podremos resolver la sempiterna cuestión nacional cuando seamos capaces de aceptar que algunos de los nuestros nos puedan abandonar
No se trata, a mi juicio, de lealtad, ni de nada que tenga que ver con un pacto y unas condiciones. Se trata de algo previo, de algo que precisamente hace innecesario todo pacto sobre algo que no se discute porque se da por descontado. Y en ese algo, que Aristóteles llamaba amistad, descansa el fundamento de toda comunidad. De toda etnia. De todo pueblo. O de toda nación, como ustedes quieran. Y es ese algo lo que tenemos que cuidar.
Y creo que es a ese algo a lo que se refiere la hermosísima cita atribuida a Camus que Rosa Díez introduce al inicio de su artículo, “amo demasiado a mi país para ser nacionalista”, y que yo al menos he interpretado siempre de un modo distinto al que ella parece abrazar. La cita no pertenece a Camus, aunque él ciertamente la hizo suya (véase Francesc de Carreras, Una frase con sentido, EL PAÍS, 10-11-2000). Pero, más allá de eso, si hay algo que la vida y la obra de Camus nos enseñan es que, de tener que elegir entre la gente y su libertad, por un lado, y la nación y sus fronteras, por otro, a él lo encontraríamos siempre del lado de las primeras. Y creo que él también estaría de acuerdo en que la verdadera amistad implica siempre y necesariamente libertad, y en que la libertad implica riesgos.
Una de las pruebas que tiene que superar Bastian en La historia interminable consiste en atravesar una puerta guardada por dos esfinges. La dificultad reside en que solo podrá franquearla a condición de que no desee hacerlo, o las esfinges lo destruirán. No recuerdo cómo lograba aquel muchacho cruzar al otro lado, pero a veces pienso que nosotros, como país, estamos en una situación parecida. Solo podremos resolver la sempiterna cuestión nacional de España cuando seamos capaces no solo de aceptar, sino de desear que algunos de los que consideramos de los nuestros nos puedan abandonar si de veras quieren hacerlo. Y de alegrarnos por ellos y desearles lo mejor. Solo entonces habremos colocado la libertad, que es un ideal difícil y no dado que apunta hacia el futuro, por encima de la nación, que no es más que una losa heredada que fija nuestra mirada en el pasado y desde la que resulta muy cómodo dictaminar que “etnias” son siempre las otras, pero jamás la mía. Quizás el día que lo logremos nadie quiera irse a ningún lado… pero es que eso es precisamente lo que nos tiene que dar igual para poder lograrlo.
Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra y del Máster de Derechos Humanos de la UOC. Su ensayo Veinte destellos de ilustración electoral (y una página web desesperada) se publicará en breve.
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